La acción exterior del gobierno del AKP en Turquía sirve para confirmar una realidad: los turcos han dejado de ser hace tiempo una especie de baluarte occidental frente a amenazas procedentes de Rusia o del interior de Asia. ¿Se puede atribuir el cambio de paradigma en la diplomacia de Ankara a las reticencias del eje franco-alemán respecto a la adhesión a la UE? Sería una explicación simplista. En realidad, si el país busca ser una potencia regional, dado su peso económico y político, su política exterior será forzosamente pluralista, lo que repercute tanto en las aspiraciones europeas de Turquía como en su posición dentro de la OTAN.
Unas recientes declaraciones del politólogo francés Bertrand Badie (Le Monde, 15-6-2011) apuntan a que si el AKP permanece largo tiempo en el poder, Turquía terminará abandonando la OTAN, pues su pertenencia a la Alianza, que se remonta a seis décadas, puede resultarle tan costosa como inútil, tal y como demostrarían sus discrepancias en la aprobación del nuevo concepto estratégico o su negativa a participar en los bombardeos sobre Libia. ¿Cómo se podría compaginar el aumentar su capacidad de influencia en el Mediterráneo y en Oriente Próximo con ser miembro de una alianza occidental? ¿Hasta qué punto es compatible mejorar las relaciones con Siria e Irán, países que Washington considera hostiles, con formar parte de una organización que considera que las amenazas provienen de la región a la que pertenece Turquía? De hecho, las percepciones no han cambiado demasiado desde que en 1995 el efímero secretario general de la Alianza, el socialista Willy De Claes, considerara al islamismo radical un peligro tan serio como el desaparecido comunismo soviético.
Pese a su asombrosa versatilidad, la diplomacia turca se siente incómoda con acontecimientos recientes. Entre otros ejemplos, está el conflicto entre Georgia, país aspirante a la Alianza, y Rusia del verano de 2008. Es cierto que se violó la integridad territorial georgiana, aunque no es menos evidente que los vínculos económicos entre Rusia y Turquía no han dejado de aumentar en los últimos años. La guerra fría, que sirvió para prolongar la secular rivalidad ruso-turca, queda muy lejana. ¿Y qué podemos decir del papel, deliberadamente secundario, de Turquía en las operaciones armadas contra Libia? Podría atribuirse a los intereses económicos turcos en el país norteafricano, a una supuesta solidaridad musulmana, o al convencimiento de que será una campaña militar incierta, en la que no será sencillo expulsar a Gadafi, pero es mucho más que todo eso: Ankara no quiere ver disminuida sus capacidades de influencia en la región si sus compromisos con la Alianza resultan muy rígidos. Afortunadamente la contribución de un estado miembro a la OTAN está marcada por la flexibilidad, conforme al espíritu del Tratado de Washington.
Desde un punto de vista material, pocos reproches se pueden hacer al historial de Turquía en la Alianza. Sus gastos de defensa están por encima del 2% del PIB, en abierto contraste con muchos aliados europeos; tampoco se puede cuestionar la importancia estratégica de la base de Izmir; ni las aportaciones turcas a la misión de la ISAF en Afganistán.
Pero la incomodidad de Turquía en la OTAN obedece también a una esencia más profunda: la crisis actual, no siempre reconocida, de las alianzas permanentes, cuya existencia siempre ha estado ligada a la percepción de un enemigo o amenaza comunes. En el momento en que desaparecen, hay que buscar rápidamente una nueva razón de ser para la organización. Hace dos décadas, la OTAN creyó haberla encontrado por medio de la seguridad cooperativa, que se manifestó en asociaciones con otros países, que en su día podrían incorporarse a la Alianza, y a la participación en misiones con el aval del Consejo de Seguridad. Este enfoque tenía forzosamente que debilitar el carácter de la OTAN como tratado de defensa colectiva, aunque en ningún momento los responsables cuestionarían la vigencia del compromiso del artículo 5, ni el papel de la organización en el uso de armas nucleares. Sin embargo, desde el momento en que el horizonte de 2014 se acerca para Afganistán, con el triunfo de decisiones políticas halagadoras para el electorado o la opinión pública en general, las tareas de la Alianza, asumidas hace dos décadas, se verán cuestionadas. No olvidemos tampoco que Libia no ha demostrado ser Kosovo en 1999, y que Gadafi tampoco es Milosevic. ¿Y qué decir de la idea de una OTAN global? Compitió con el concepto de una OTAN europea, defendida por una Francia que volvió a la estructura militar, pero tampoco esto despierta entusiasmos en unos gobiernos, y sus opiniones públicas, muy preocupados por la continuidad del estado del bienestar. Y es sabido que el miedo a Rusia, aunque sólo sea por la dependencia energética, sólo lo comparten algunos países centroeuropeos como Polonia y sus vecinos.
¿Quién necesita a la OTAN? Esta pregunta del analista George Wheatcroft en The New York Times (15-6-2011) no es sólo para estadounidenses y europeos. También podrían hacérsela los turcos. Sin embargo, no es creíble que vayan a abandonar la OTAN. La diplomacia de Ankara es polifacética y no se deja llevar por reacciones emocionales. Si algún día la crisis en la OTAN se hiciera más perceptible, Turquía no sería de los primeros en salir de la organización. Con independencia de sus ventajas e inconvenientes, sigue siendo el primer pilar de la seguridad occidental. Además Turquía es maestra en compaginar la lealtad formal a la Alianza con sus intereses nacionales. No abandonará la OTAN, y la considerará como otro de los aspectos destacados de su política de seguridad, aunque quizás no el más importante, dada su aspiración a tener un papel más destacado en asuntos globales y regionales.
* Antonio R. Rubio Plo es Doctor en Derecho por la Universidad Complutense.
Licenciado en Geografía e Historia por la de Zaragoza.
Analista de Política Internacional en el R.I. Elcano y del CESEDEN