Primero tímidamente. Ahora con descaro. Bush tenía razón, empiezan a decir algunas voces desde el rincón en el ángulo oscuro de la derecha neoconservadora. La democracia que va a llegar a los países árabes, el ejemplo para los pueblos oprimidos por las autocracias, la exigencia de un apoyo incluso militar a quienes se levantan, todo esto estaba ya en la doctrina estratégica de George W. Bush, el héroe conservador que derribaba dictadores a cañonazos.
Contribuye a esta campaña la pervivencia del limbo judicial que es Guantánamo, a pesar de la promesa de Obama que ordenó cerrar la cárcel en el plazo de un año. Son muchas las continuidades entre las políticas de seguridad de Obama y de Bush que corroboran esta impresión: las entregas extraordinarias y los asesinatos selectivos de sospechosos de terrorismo en territorio extranjero, la incapacidad de uno y otro para sentar a palestinos e israelíes a negociar la paz bajo la fórmula de los dos estados, la persistencia del avispero terrorista en la frontera afgano-paquistaní o el permanente desafío nuclear de Irán.
Pero el meollo del problema es la Doctrina Bush, cuyo análisis requiere recurrir a quienes saben, que son quienes ayudaron a fabricarla en su día. Este es el caso del columnista Charles Krauthammer, que localiza el núcleo de tal doctrina en el discurso de toma de posesión del segundo mandato presidencial (enero de 2005) cuando Bush aseguró que la misión central de la política exterior estadounidense consistía en difundir la democracia por el mundo. "La supervivencia de la libertad en nuestro país depende del éxito de la libertad en otros países", dijo entonces el presidente.
Su expresión más práctica, según el articulista neocon, es la Agenda de la Libertad, nombre con el que se denomina la estrategia que condujo a una guerra preventiva y unilateral contra Sadam Husein y que debía crear un Irak democrático que expandiera su ejemplo y su influencia hasta la creación de un Gran Oriente Próximo democrático y pacificado. Según Krauthammer, las actuales revoluciones árabes han convertido a todo el mundo en "conversos de la agenda de la libertad de George W. Bush", mientras que la Casa Blanca de Obama "repite lo que fue la tesis fundamental de la Doctrina Bush, es decir, que los árabes no son una excepción en las ansias universales de dignidad y libertad".
Para Krauthammer, Irak es todavía el ejemplo, puesto que es "la única democracia árabe que funciona, con elecciones multipartidistas y prensa libre". Aquella guerra, asegura, aterrorizó a Gadafi, que renunció a unas armas de destrucción masiva que le serían ahora de gran utilidad disuasiva. La actitud de EE UU, que "no ha robado el petróleo a Irak, no dejará bases permanentes y tampoco ha instalado un régimen títere, sino una democracia que funciona", ha desembocado, según esta teoría, en la desaparición del antiamericanismo entre los árabes, tal como demuestran las revueltas de estas semanas.
Esta presentación de la Doctrina Bush permite obviar algunas cosas molestas. La agenda de la libertad, al contrario de lo que dice el columnista, no era el núcleo de la doctrina, sino el maquillaje, dirigido sobre todo al público más liberal e internacionalista. El meollo era la reivindicación de la legitimidad de la actuación unilateral de Estados Unidos en una guerra preventiva. Y su versión ampliada, la Guerra Global contra el Terror, que divide el mundo en amigos y enemigos de Washington y permite suspender indefinidamente derechos y libertades en casa y en el exterior en nombre de los intereses presidenciales.
Esta agenda ha fracasado. Más: ahora nos encontramos con la pésima cosecha de aquella siembra. Ante un caso de una claridad moral indiscutible, el de un pueblo indefenso atacado desde el poder aplastante de la dictadura, todo son remilgos y discusiones de campanario. Bush tenía en sus manos un poder inmenso y unas circunstancias de prosperidad envidiables, y lo dilapidó todo por la obsesión de sus consejeros neocons que querían liberar el planeta de tiranos por la fuerza del dinero y de las armas. Obama se encuentra, a pesar de sus reflejos internacionalistas, con una opinión interna escarmentada y un entorno diplomático realista, reticente a nuevas aventuras.
Aquella falsa agenda de la libertad de Bush es la que ha conducido hoy a una parálisis generadora de nuevos peligros. Si el autócrata se sale con la suya, cundirá el mal ejemplo entre dictadores, el prestigio de Obama quedará tocado y surgirá el peligro, señalado ya por Hillary Clinton, de una Somalia con petróleo. La obligación de proteger consagrada por Naciones Unidas quedará también en cuestión, de forma que los déspotas tendrán carta blanca durante años para seguir haciendo de las suyas. No, Bush no tenía razón alguna.