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Cuando fui por primera vez a Hiroshima en 1967, aún estaba allí la sombra sobre los escalones. Era una impresión casi perfecta de un ser humano relajado: piernas separadas, espalda inclinada, una mano en el costado mientras esperaba sentada a que abriera el banco. A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de Agosto, su silueta y ella fueron lanzadas ardiendo contra el granito. Estuve mirando la sombra fijamente durante una hora o más, luego bajé andando hacia el río y conocí a un hombre llamado Yukio, en cuyo pecho todavía estaba grabado el dibujo de la camisa que llevaba cuando se lanzó la bomba atómica.
Él y su familia todavía vivían en una casucha construida rápido y mal entre el polvo de un desierto atómico. En su descripción hablaba de un relámpago enorme cayendo sobre la ciudad, “una luz azulada, algo así como un cortocircuito”, tras el cual el viento sopló como un tornado y cayó una lluvia negra. "Fui lanzado al suelo y observé que sólo quedaban los tallos de mis flores. Todo estaba quieto y en silencio, y cuando me levanté, había gente desnuda sin articular palabra. Algunos de ellos habían perdido la piel o el pelo. Supe con certeza que estaba muerto”. Nueve años después, cuando volví a buscarle, había muerto de leucemia.
En el periodo que siguió al lanzamiento de la bomba, las autoridades de ocupación aliadas prohibieron toda mención del envenenamiento por radiación e insistieron en que las muertes o heridas fueron consecuencia sólo del estallido de la bomba. Ésta fue la primera gran mentira. “No hay radiactividad en la destruida Hiroshima” decía la portada del New York Times, un clásico de la desinformación y la abdicación de los medios, que el periodista australiano Wilfred Burchett incluyó como primicia del siglo. “ Escribo esto como advertencia a todo el mundo”, informaba Burchett en el Daily Express, después de llegar a Hiroshima tras un viaje peligroso. Fue el primer corresponsal que se atrevió. Describió salas de hospital llenas de gente sin heridas visibles, pero que estaba muriendo, de lo que él llamó “una epidemia atómica”. Por contar esta verdad, le retiraron su acreditación de prensa, fue expuesto públicamente y difamado – y justificado.
El uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki fue un acto criminal de dimensiones épicas. Fue un asesinato masivo premeditado que dio rienda suelta a un arma de criminalidad intrínseca. Por esa razón sus defensores han buscado refugio en la mitología de la reciente “guerra buena”, cuyo “baño (de sangre) ético”, como Richard Drayton lo calificó, ha permitido a Occidente no sólo expiar su sangriento pasado imperialista, sino poner en marcha 60 años de guerra voraz, siempre bajo la sombra de La bomba atómica.
La mentira más perdurable es la de que la bomba atómica se lanzó para acabar con la guerra en el Pacífico y salvar vidas. “Incluso sin los ataques de la bomba atómica”, concluía el informe estadounidense sobre armas nucleares de 1946, “la supremacía aérea sobre Japón podía haber ejercido la suficiente presión para provocar una rendición incondicional y obviar la necesidad de una invasión. Basándose en una investigación detallada de todos los hechos, y respaldados por el testimonio de líderes japoneses supervivientes, el informe defiende que… Japón se habría rendido aunque las bombas atómicas no se hubieran lanzado, aunque Rusia no hubiera entrado en la guerra y aunque no se hubiera planificado o contemplado invasión alguna”
Ya en 1943 los archivos nacionales de Washington contienen documentos del gobierno estadounidense que recogen propuestas de paz japonesas. No se abordó ninguna. Un cable enviado el 5 de Mayo de 1945 por el embajador alemán en Tokio e interceptado por EEUU despeja cualquier duda sobre el hecho de que los japoneses estuvieran desesperados por pedir la paz, incluso “la capitulación, aunque los términos de la misma fueran duros”. En cambio, el secretario de guerra estadounidense, Henry Stimson, dijo al presidente Truman que temía que la fuerza aérea estadounidense arrasara de tal manera Japón que esta nueva arma no pudiera “mostrar su potencia”. Después admitió que “no se hizo ningún esfuerzo ni se consideró seriamente conseguir la rendición de los japoneses por el mero hecho de no tener que usar la bomba”. Sus compañeros en política exterior estaban ansiosos “por intimidar a los rusos con la bomba que tan ostentosamente llevábamos en las caderas”. El General Leslie Groves, director del proyecto Manhattan que fabricó la bomba, testificó: “ Nunca tuve la impresión de que Rusia fuera nuestro enemigo, ni de que el proyecto se basara en esas premisas”. El día que Hiroshima fue arrasada, el presidente Truman expresó su satisfacción calificando el “experimento” como “éxito abrumador”.
Desde 1945 se cree que EEUU ha estado a punto de usar armas nucleares al menos en tres ocasiones. Haciendo su falsa “guerra contra el terror”, los gobiernos actuales de Washington y Londres han declarado que están preparados para realizar ataques nucleares “preventivos” contra Estados no nucleares. A medida que suenan las campanadas de medianoche de un Armagedón nuclear, las mentiras para justificar posibles ataques se vuelven más escandalosas. La “amenaza” actual es Irán. Sin embargo, Irán no dispone de armas nucleares y la información errónea sobre su arsenal nuclear en proyecto procede en buena parte de un grupo de oposición iraní desacreditado financiado por la CIA, el MEK -al igual que las mentiras sobre las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein procedentes del Congreso nacional iraquí, erigidas por Washington.
El papel desempeñado por el periodismo occidental en erigir a este hombre de paja es crucial. Que la estimación de la Inteligencia de Defensa de EEUU dice “con gran confianza” que Irán abandonó su programa de armas nucleares en el 2003, eso se ha colocado en un lugar olvidado de la memoria. Que el presidente de Irán Mahmoud Ahmadinejad no ha amenazado nunca con “borrar a Israel del mapa” tampoco es de interés.
Esta sucesión de mentiras nos ha reportado una de las crisis nucleares más peligrosas desde 1945, porque la amenaza real no se menciona en los círculos del sistema occidental ni en los medios. Hay sólo una potencia nuclear desenfrenada en Oriente Medio, y es Israel. El heroico Mordechai Vanunu intentó advertir al mundo en 1986 cuando obtuvo en secreto pruebas de que Israel estaba construyendo nada menos que 200 cabezas nucleares. Desafiando las resoluciones de las Naciones Unidas, Israel está claramente impaciente por atacar Irán, con el temor de que una nueva administración estadounidense pudiera llevar a cabo auténticas negociaciones con una nación que Occidente lleva profanando desde que Gran Bretaña y América derrocaron la democracia iraní en 1953.
En el New York Times del 18 de Julio, el historiador israelí Benny Morris, una vez considerado liberal y ahora un asesor del sistema político y militar de su país, amenazó con “un Irán convertido en un desierto nuclear”. Esto sería una masacre. Para un judío, resulta escandalosamente irónico.
Y nos debemos preguntar: ¿vamos a convertirnos en meros testigos, argumentando, como hicieron los buenos alemanes, que “no teníamos conocimiento”? ¿ Nos escondemos cada vez más detrás de lo que Richard Falk ha denominado “una pantalla legal/ moral, en un sólo sentido, con pretensiones de superioridad moral [con] imágenes positivas de los valores occidentales donde la inocencia se representa amenazada, dando validez a una campaña de violencia incontrolada”? Capturar criminales de guerra vuelve a estar de moda. Radovan Karadzic está en el banquillo de los acusados, pero Sharon y Olmert, Bush y Blair no. ¿Por qué no? La memoria de Hiroshima necesita una respuesta.
Traducido por Rosa Moya para la Agenda Roja