por Thierry Meyssan*
Los grandes medios de difusión se apasionan por las manifestaciones egipcias y predicen la llegada de la democracia occidental a todo el Medio Oriente. Thierry Meyssan desmiente esa interpretación, señala la existencia de fuerzas opuestas en pleno movimiento y precisa que el resultado va en sentido contrario del orden estadounidense en la región.
Ayer por ejemplo, alrededor de dos millones de personas marcharon por la calles de El Cairo, la capital del país, para exigir la salida inmediata del presidente, de su recientemente nombrado vice-presidente, el general Suleiman y de todos aquellos que representan el viejo orden estatal al servicio del neocolonialismo occidental.
3 DE FEBRERO DE 2011
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Beirut (Líbano)
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Egipto
Hace una semana que los medios de prensa occidentales vienen haciéndose eco de las manifestaciones y de la represión en marcha en las grandes ciudades egipcias. Esos medios establecen un paralelismo entre estos hechos y los que desembocaron en la caída de Zine el-Abidine Ben Ali, en Túnez, y hablan de un aire de rebelión que recorre el mundo árabe. También según esos medios, este movimiento puede extenderse a Libia y a Siria y debe beneficiar a los demócratas laicos, no a los islamistas, según dicen, porque la administración Bush sobreestimó la influencia de los religiosos y el «régimen de los ayatolas» que reina en Irán no es bien visto. Se cumpliría así el deseo expresado por el presidente estadounidense Barack Obama en la universidad del Cairo: la democracia reinará en el Medio Oriente.
Este análisis es falso en todos sus aspectos.
En primer lugar, las manifestaciones de Egipto comenzaron hace meses. Los medios de prensa occidentales no les prestaban atención porque pensaban que no llegarían a nada. Los tunecinos no contagiaron a los egipcios sino que les abrieron los ojos a los occidentales sobre lo que está sucediente en la región.
En segundo lugar, los tunecinos se rebelaron contra un gobierno y una administración corruptos que poco a poco comenzaron a expoliar a toda la sociedad, privando así de toda esperanza a un número cada vez mayor de categorías sociales. La rebelión egipcia no está dirigida contra ese modo de explotación sino contra un gobierno y una administración que están tan ocupados en servir a los intereses extranjeros que no les queda energía para responder a las necesidades básicas de su propia población.
Numerosos motines se han producido en Egipto durante los últimos años, ya sea contra la colaboración con el sionismo o provocados por el hambre. Estos dos temas están íntimamente vinculados. Los manifestantes se refieren simultáneamente a los acuerdos de Camp David, el bloqueo contra Gaza, los derechos de Egipto sobre las aguas del Nilo, la división de Sudán, la crisis de la vivienda, el desempleo, la injusticia y la pobreza.
Además, Túnez era administrado por una dictadura policial, mientras que Egipto es administrado por un régimen militar. Digo «administrado», y no «gobernado», porque en ambos casos se trata de Estados que se encuentran una bajo tutela postcolonial, privados de política exterior y de defensa independiente. Como consecuencia, en Túnez, el ejército logró interponerse entre el pueblo y la policía del dictador, mientras que en Egipto la cuestión tendrá que resolverse a golpe de fusil automático entre militares.
En tercer lugar, si lo que está sucediendo en Túnez y en Egipto constituye un estímulo para los pueblos oprimidos, la realidad es que esos pueblos no son los que los medios occidentales se imaginan. Para los periodistas de esos medios, los “malos” son los gobiernos que se oponen –o que parecen oponerse– a la política occidental. Sin embargo, para los pueblos, los tiranos son quienes los explotan y los humillan. Es por eso que no creo que veamos revueltas similares en Damasco.
El gobierno de Bachar el-Assad es el orgullo de los sirios. Se ha puesto del lado de la resistencia y ha sabido preservar sus intereses nacionales sin ceder nunca ante las presiones. Lo más importante es que ha sabido proteger a su país del destino que Washington le reservaba: el caos, como en Irak, o el despotismo religioso, como en Arabia Saudita. Aunque ciertos aspectos de su administración son muy criticados, está desarrollando una burguesía y los procesos de decisión democrática que la acompañan. Por el contrario, Estados como Jordania y Yemen son inestables, en lo que concierne al mundo árabe, y el contagio puede extenderse también al África negra, por ejemplo, a Senegal.
En cuarto lugar, los medios de difusión occidentales están descubriendo tardíamente que el peligro islamista no es más que un espantapájaros. También deberían admitir que quienes lo activaron fueron los Estados Unidos de Clinton y la Francia de Mitterrand, durante los años 1990 en Argelia, y que la administración Bush lo infló después de los atentados del 11 de septiembre, mientras que los gobiernos neoconservadores europeos de Blair, Merkel y Sarkozy se dedicaban a alimentarlo.
Tendrían que reconocer además que nada tienen en común el wahabismo saudita y la Revolución islámica del ayatola Khomeiny. Calificar a ambas tendencias de «islamistas» no sólo es simplemente absurdo, sino que equivale a prohibirse a sí mismo la comprensión de lo que está pasando.
La familia Saud ha financiado, en colaboración con Estados Unidos, a grupos sectarios musulmanes que predican un regreso a la imagen que ellos tienen de la sociedad del siglo VII, la época del profeta Mahoma. Pero su impacto en el mundo árabe es similar al de los amish, con sus carretas de caballos, en Estados Unidos.
La Revolución de Khomeiny no tiene como objetivo la instauración de una sociedad religiosa perfecta, sino el derrocamiento del sistema de dominación mundial. Afirma que la acción política es para el hombre un medio de sacrificarse y de superarse a sí mismo y que es por lo tanto posible encontrar en el Islam la energía que se necesita para lograr el cambio.
Los pueblos del Medio Oriente no aspiran a reemplazar las dictaduras policiales o militares que los oprimen por dictaduras religiosas. No existe un peligro islamista. Simultáneamente, el ideal revolucionario islámico, que ya dio lugar al nacimiento del Hezbollah en el seno de la comunidad chiíta libanesa, está influenciando ahora al Hamas en la comunidad sunnita palestina. También puede ser capaz de desempeñar un papel en los movimientos que ya se encuentran en marcha, y ya lo está haciendo en Egipto.
En quinto lugar, aunque no sea del agrado de ciertos observadores, y aunque estamos asistiendo a un regreso de la cuestión social, no se puede reducir este movimiento a una simple lucha de clases. Por supuesto, las clases dominantes tienen miedo de las revoluciones populares, pero las cosas son mucho más complicadas. Así que no tiene nada de sorprendente que el rey Abdullah de Arabia Saudita haya telefoneado al presidente Obama para pedirle que pare el desorden en Egipto y que proteja a los gobiernos ya establecidos en la región, sobre todo el suyo. Pero ese mismo rey Abdullah acaba de favorecer un cambio de régimen en el Líbano a través de la vía democrática. Abandonó al millonario líbano-saudita Saad Hariri y ayudó a la coalición del 8 de Marzo, incluyendo al Hezbollah, a poner en su lugar como primer ministro a otro millonario líbano-saudita, Najib Mikati. Los diputados que habían elegido a Hariri representaban al 45% del electorado libanés, mientras que Mikati acaba de ser electo por parlamentarios que representan al 70% del electorado.
Hariri respondía a los intereses de París y de Washington, mientras que Mikati anuncia una política de apoyo a la resistencia nacional. La cuestión de la lucha contra el proyecto sionista es en la actualidad extraordinariamente determinante en relación con los intereses de clase. Además, más que la repartición de la riqueza, los manifestantes protestan contra el sistema capitalista seudoliberal impuesto por los sionistas.
En sexto lugar, y volviendo al caso de Egipto, los medios occidentales se precipitaron a aupar a Mohamed El Baradei, nombrándolo como líder de la oposición. Esto da risa. El señor El Baradei es una personalidad que goza de una agradable reputación en Europa por haber resistido por algún tiempo a las presiones de la administración [Bush], sin oponerse a ella completamente. Representa por lo tanto la buena conciencia que pretende tener ante Irak la Europa que, después de oponerse a la guerra, acabó apoyando la ocupación. Sin embargo, objetivamente, El Baradei es el hombre de los paños tibios al que le dieron el premio Nóbel de la Paz para no dárselo a Hans Blix. Se trata, sobre todo, de una personalidad sin influencia en su propio país. Existe políticamente porque los Hermanos Musulmanes lo convirtieron en su vocero ante los medios occidentales.
Estados Unidos ha fabricado opositores más representativos, como Ayman Nur, que Washington seguramente no tardará en sacar del sombrero, aunque sus posiciones a favor del seudoliberalismo económico lo descalifican ante la crisis social que está atravesando el país.
Como quiera que sea, en realidad sólo existen dos organizaciones de masas, implantadas en la población, que se oponen desde hace mucho a la política actual: los Hermanos Musulmanes por un lado y la iglesia cristiana de los coptos por el otro (aunque S. B. Chenudda III ve una diferencia entre la política sionista de Mubarak, a la que él se opone, y el rais, al que él se adapta). A los medios occidentales se les escapa ese detalle porque les han hecho creer al público que eran los musulmanes quienes perseguían a los coptos, cuando en realidad es la dictadura de Mubarak quien lo hace.
No resulta inútil hacer un paréntesis en este punto. Hosni Mubarak acaba de nombrar vicepresidente a Omar Suleiman, un gesto que busca evidentemente hacer más difícil su posible eliminación física por parte de Estados Unidos.
Mubarak se convirtió en presidente porque había sido designado vicepresidente y Estados Unidos eliminó al presidente Annuar el-Sadat a través del grupo de Ayman al-Zawahiri. Así que Mubarak se negó siempre a designar un vicepresidente por temor a ser asesinado a su vez. Al designar al general Suleiman, Mubarak escoge ahora a uno de sus cómplices, el mismo con quien él se manchó las manos en la sangre de el-Sadat. En lo adelante, para tomar el poder, no bastará con matar al presidente sino que habrá que ejecutar también a su vicepresidente. Pero Omar Suleiman es el principal artífice de la colaboración con Israel, así que Washington y Londres van a protegerlo como la niña de sus ojos.
Además, Suleiman puede apoyarse en el ejército israelí frente a la Casa Blanca. Y ya trajo francotiradores y equipamiento israelíes que se encuentran listos para abatir a los elementos más activos (líderes o cabecillas) durante las manifestaciones callejeras.El general-presidente Hosni Mubarak y su general-vicepresidente Omar Suleiman aparecieron en televisión junto a sus generales-consejeros para demostrar que el ejército conservará el poder.
En séptimo lugar, la situación revela las contradicciones de la administración estadounidense. En su discurso de la universidad del Cairo, Barack Obama tendió la mano a los musulmanes y exhortó a la democracia. Pero ahora hará lo que sea para impedir elecciones democráticas en Egipto. Él puede tolerar un gobierno legítimo en Túnez, pero no en Egipto. Unas elecciones beneficiarían a los Hermanos Musulmanes y a los coptos. De ellas saldría un gobierno que abriría la frontera con Gaza y que liberaría al millón de personas allí encerradas.
Los palestinos, con el apoyo de sus vecinos, el Líbano, Siria y Egipto, romperían el yugo sionista.
Hay que señalar aquí que durante los dos últimos años, estrategas israelíes han analizado la posibilidad de orquestar una maniobra. Considerando que Egipto es una bomba social, que la revolución es allí inevitable, han estudiado la posibilidad de favorecer un golpe de Estado militar a favor de un oficial ambicioso e incompetente.
Este último emprendería entonces una guerra contra Israel y fracasaría en ella. Tel Aviv recuperaría así su antiguo prestigio militar y recuperaría también el monte Sinaí y sus riquezas naturales. Se sabe que Washington se opone resueltamente a ese escenario, demasiado difícil de controlar.
En definitiva, el Imperio anglosajón sigue anclado a los principios que él mismo fijó en 1945: es favorable a las democracias que toman «la decisión correcta» (la del servilismo) y se opone a los pueblos que toman «la mala» (la de la independencia).
Por consiguiente, si les parece necesario, Washington y Londres no tendrán reparos en apoyar un baño de sangre en Egipto, con tal de que el militar que salga ganador sobre los demás se comprometa a mantener el statu quo internacional.