Irán se encuentra acosada por una telaraña militar muy bien pensada por Washington, que desde sus primeros pasos como gran potencia puso sus garras en este país por su petróleo y su ubicación geoestratégica. La historia de rivalidades entre potencias por el control del Oriente Medio y sus enormes riquezas petroleras no comenzó a mediados del siglo XX, cuando la expansión de las economías capitalistas empezó a depender enfermizamente de los hidrocarburos. Ya en 1889, lord Curzon, virrey inglés de la India, demostró gran visión política cuando vaticinó que Irán y sus vecinos eran «las piezas de un tablero de ajedrez sobre el cual se juega un partido cuya meta es la dominación mundial». El representante de Londres apuntó que el futuro de Gran Bretaña se decidía en ese escenario y no en Europa. Y así fue. Durante muchos años, Gran Bretaña, Francia y la Rusia zarista se disputaron Irán. Luego otro buitre comenzó a volar sobre estas tierras. En la década de los 20 del siglo pasado, la compañía estadounidense Standard Oil —hoy Exxon— les arrancó una parte del petróleo iraní a los ingleses. Pero el acercamiento de Washington no fue tan agresivo hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando terminó de emplumar como ave de rapiña. Si se hiciera una encuesta entre estadounidenses que indagara por el conocimiento sobre la presencia militar en el Golfo Pérsico, de seguro la mayoría de los que saben algo sobre el tema dirían que todo comenzó con la guerra del Golfo de 1991, cuando Iraq invadió a Kuwait. Muy pocos sabrían que esta historia es tan vieja como el hambre del imperialismo por los hidrocarburos. En la Segunda Guerra Mundial, cuando muchas industrias, principalmente la guerrerista, ya dependían del petróleo, EE.UU. concluyó que su fortaleza dependería del control que llegara a tener del Medio Oriente. Quería desplazar de la zona a Gran Bretaña, que seguía influyendo allí a pesar de su retirada de la India en 1947, y a Francia. En 1943, el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt consideró que la defensa de Arabia Saudita era vital para la seguridad de EE.UU. Sus sucesores Truman, Eisenhower y Nixon siguieron esa misma línea. Tras culminar la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. tenía muchas más agallas para rivalizar con las viejas metrópolis europeas, dueñas de África y el Medio Oriente. Y para dominar la región sabía que no podía dejar de meter sus manos en Irán. Entonces una de sus sucias maniobras fue encargarle a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) el golpe de Estado que derribó al primer ministro Mohammed Mossadegh. Como dirigente del Frente Nacional, este burgués nacionalista logró que el Majlis (parlamento) aprobara la nacionalización de Anglo-Iranian Oil, una afrenta para el imperialismo inglés, pues esta era su mayor baza. Como respuesta, Gran Bretaña orquestó un boicot internacional contra el petróleo iraní y planificó el derrocamiento de Mossadegh. EE.UU. se sumó a la iniciativa del golpe. No podía dejar que Londres se llevara sola el triunfo; además, temía que la nación persa cayera bajo la sombrilla soviética cuando la Guerra Fría estaba en su apogeo. Así se fortaleció el sha Mohammed Reza Pahlavi, un peje de Washington. Con esta administración, las empresas norteamericanas hicieron una buena sangría petrolera. Incluso EE.UU. potenció el desarrollo de un programa nuclear persa con el objetivo de asegurarse la mayor cantidad de hidrocarburo. Sin embargo, ese boceto de desarrollo energético, que Washington impulsó en su momento, hoy lo critica porque el petróleo no llega a sus manos, Irán se ha convertido en una potencia regional, además de que EE.UU. tiene que cuidarle las espaldas y los intereses a Israel. La prueba más contundente de la importancia que Washington concedió a la región vino con la denominada Doctrina Carter, según la cual la potencia norteamericana estaba dispuesta a utilizar su fuerza militar para defender sus intereses nacionales (hidrocarburos) en el Golfo Pérsico. El año 1979 trajo tres importantes cambios en la zona que afectaron los intereses de los actores externos, porque alteraba el equilibrio de la región: el triunfo de la Revolución Islámica en Irán; el liderazgo de Saddam Husein en Iraq y la invasión soviética a Afganistán. Ante estos acontecimientos, EE.UU. comenzó a darle mayor prioridad a su presencia militar allí, de manera que pudiera garantizar el acceso a los recursos y sus rutas de transporte, así como poder propinar respuestas militares rápidas a los retos que le impusiera el nuevo escenario. Asediada por una telaraña militar A partir de 1979 Irán pasó a ser de un servil pivote de EE.UU. al dolor de cabeza que hoy intenta quitarse la Casa Blanca por todos los medios, incluso a través del uso de la fuerza. En 2002 George W. Bush acusó a Irán de exhortar al terrorismo y de producir armas nucleares, y así convirtió a la nación persa en uno de sus mayores enemigos. Pero eso es solo propaganda. La verdadera razón por la cual Washington no tolera a Teherán es porque se convirtió en su mayor obstáculo para tragarse a la región. Es además socio de Rusia y China, a quienes la Casa Blanca también tiene en la mirilla. Estamos hablando de un plato bastante suculento. Arabia Saudita, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Iraq, Irán, Kuwait, Omán y Qatar tienen en total unas reservas probadas de petróleo cercanas a los 750 000 millones de barriles (más del 60 por ciento de las mundiales), y más del 40 por ciento del total de reservas mundiales de gas. Además, por el Estrecho de Ormuz —controlado por Irán— pasa aproximadamente el 40 por ciento del comercio marítimo mundial de petróleo y el 25 por ciento del consumo diario. Por eso durante los últimos años el Pentágono se ha dedicado a cercar a la nación persa con bases militares, en las que tiene desplegados miles de efectivos y modernos aviones y barcos de guerra, incluso con capacidad nuclear. En la base naval Yuffair, de Bahrein, el Pentágono fondea su Quinta Flota, encargada de realizar operaciones en el Golfo Pérsico, Golfo de Omán, Mar de Arabia, así como en partes del Océano Índico y el Mar Rojo. Esta fuerza apoya las operaciones del Comando Central, el cual se encarga de la región que abarca desde el Cuerno de África hasta el Asia Central. La aviación norteamericana emplea la base aérea Sheij Isa, ubicada al sur de Bahrein, que por su importancia geoestratégica para EE.UU. fue designada en 2002 como una aliada prioritaria de la OTAN. La telaraña de bases militares empleadas por el Pentágono se extiende por el resto del Golfo: en Kuwait, las instalaciones de Camp Doha, las bases aéreas de Ali Salem y Ahmed Al Yaber, donde hay emplazados cazas, helicópteros y bombarderos; en Arabia Saudita la base aérea de Príncipe Sultán y las instalaciones de Eskan Village; Qatar cuenta con una de las pistas más largas del Golfo en la gran base aérea de al-Udeid. En Omán la base de Thumrait es fundamental para el emplazamiento de importantes medios aéreos, equipo de reserva, armamento variado y avituallamiento destinado a tropas especiales. También se encuentra Al-Sib, un punto importante para el aprovisionamiento de la fuerza aérea norteamericana, y la Isla de Masira para las operaciones de los aviones de reconocimiento. El emplazamiento de militares norteamericanos y de equipo bélico en países del Consejo de Cooperación del Golfo tuvo su impulso después de la guerra entre Iraq y Kuwait en 1991. Hasta ese momento las fuerzas no estaban en el terreno permanentemente, sino que entraban a operar cuando se les llamaba. Ahora EE.UU. acumula su fuerza militar en el Golfo, que ya llega a alcanzar niveles no vistos en la región desde antes de la invasión a Iraq en 2003. Recientemente envió el buque USS Ponce, convertido en una especie de base militar flotante. Está equipado con una cubierta de aterrizaje y un hospital de campaña, y podría ser utilizado como zona de espera flotante para los ataques de mar, aire y tierra contra Irán. De acuerdo con datos ofrecidos por el Centcom a la cadena qatarí Al-Jazeera, EE.UU. tiene unos 125 000 efectivos desplegados cerca de Irán: de ellos, 90 000 en o alrededor de Afganistán en la operación Libertad Duradera; 20 000 en el Cercano Oriente, y entre 15 000 y 20 000 en buques de la Fuerza Naval. El secretario de Defensa, Leon Panetta, dijo que su país tendría 40 000 soldados en el Golfo luego de la retirada de Iraq. Según trascendidos del periódico The Wall Street Journal, el Pentágono estaría construyendo una estación de radar antimisiles en algún punto secreto de Qatar. Se estima que la selección de este aliado para el nuevo emplazamiento se debe a la proximidad de la mayor base aérea de EE.UU. en la región, Al-Udeid, que junto con otra base qatarí aloja a 8 000 militares. La estación, llamada AN/TPY-2, se unirá a dos radares existentes en la región, uno en el desierto israelí de Negev y otro en Turquía central. Juntos formarán un arco que permitirá a los militares estadounidenses y aliados detectar lanzamientos de misiles desde Irán, área militar en la que la nación persa ha venido cosechando un gran potencial. Esta red podría proteger a EE.UU. contra el posible lanzamiento de un misil balístico intercontinental que, según fuentes de inteligencia, Irán podría tener tan tempranamente como en 2015. Washington planea instalar también —posiblemente en Emiratos Árabes Unidos— el sistema interceptor THAAD (Terminal High Altitud Area Defense), diseñado para neutralizar misiles balísticos de corto y medio alcance. Irán está asediada por una enorme telaraña militar norteamericana. Fuerzas estadounidenses aéreas, del Ejército y la Marina están posicionadas en Omán y los Emiratos Árabes Unidos al sur de Irán, Turquía e Israel al oeste, Turkmenistán y Kirguistán hacia el norte, y en Afganistán y Paquistán en el este. Tampoco se pueden descartar las alianzas militares con Georgia y Azerbaiyán en el Cáucaso, donde las tropas del Pentágono están involucradas en misiones de entrenamiento y las instalaciones locales se utilizan para transportar suministros hacia Afganistán a través del Mar Caspio. Irán es una joya que Estados Unidos quiere recuperar. Por eso no dejará de acosarla.