foto http://www.lasprovincias.es/
Caídas endiabladas, pasadas a ras de suelo, cinco piruetas seguidas... José Luis de Marco le ha quitado el cañón a su avión de combate para pasear a todo el que se atreva
10.06.12 - 00:23 -
JOSÉ AHUMADA |
LOS DATOS
Rusia utilizó este mismo modelo de avión en la guerra de Afganistán
Seguro que ya cuando veía 'Top Gun', a finales de los años 80, José Luis de Marco se fijaba en los cazas F-14 que manejaban los protagonistas mientras el resto del público atendía a Tom Cruise o a la chica rubia. No podía evitarlo: la pasión por volar le atrapó cuando era un chaval y ya nunca se la pudo sacudir. Ni siquiera está harto ahora, después de llevar veinte años de despegues y aterrizajes como piloto de líneas aéreas. No es de extrañar entonces que cuando la oportunidad se cruzó en su camino se convirtiese en el flamante propietario de un avión de combate -un L-39 Albatros-, con el que ha puesto en marcha un negocio más original que provechoso: ofrece vuelos en caza a quien esté dispuesto a pagar algo más de 2.000 euros por veinte minutos vertiginosos.
Comprar un avión de este tipo no es tan fácil como adquirir una moto. En primer lugar, por su precio. En internet se encuentran chatarras desde 40.000 euros, pero es más realista un cálculo entre 150.000 y 250.000. «Lo menos importante es el valor inicial. El verdadero problema es ponerlo en vuelo, que sale por el doble o el triple de lo que cuesta».
Concebido como avión de entrenamiento avanzado, el L-39 Albatros también puede ser utilizado en ataque ligero sobre objetivos en el suelo. El suyo, en concreto, tuvo una vida tranquila, primero en la fuerza aérea soviética y después en la ucraniana, pero sus congéneres estuvieron en Afganistán. «Tenía un cañón debajo del fuselaje que hubo que quitar, y unos lanzacohetes debajo de las alas», explica De Marco.
Según los entendidos, se trata de un aparato muy maniobrable, ágil y con muy buena visibilidad. «Ofrece un equilibrio entre potencia y 'facilidad' de operación. No se precisan excesivos medios para tenerlo en vuelo».
Se podría discutir sobre cuánto es excesivo. De momento, el que se queje de la ITV del coche puede olvidarse del asunto. «El hangar son mil euros al mes; el mantenimiento anual, entre 20.000 y 40.000. Hay que hacerlo fuera y con gente especializada. El gasto en combustible varía en función del tipo de vuelo, entre 1.500 y 3.000 euros la hora. A eso hay que sumar los seguros, hacer frente a los percances que surjan y costear las licencias».
Asegura que la idea no era alquilarlo para estos bautismos aéreos; eso vino después. «A mí me contactó una empresa suiza -MIGFlug- que se dedica a este tipo de actividad a nivel mundial y llegué a un acuerdo, aunque en principio mi intención era disfrutarlo y dedicarlo a uso particular. No supone un gran negocio, aunque sí ayuda a costear los gastos de mantenimiento».
Su caza reside en el aeropuerto de Burgos. «Tiene una pista larga y un espacio aéreo muy cómodo. Al no estar congestionado, no molestamos a nadie y podemos hacer las maniobras con total seguridad y lejos de los núcleos de población». Hasta allí se desplaza habitualmente su clientela, con un perfil diferente al que se esperaba. «Pensé que iba a haber muchos pilotos, pero la mitad de los que vienen no tiene nada que ver con la aviación: es gente joven que quiere experimentar lo que es algo extremo, muy entusiastas. En la otra mitad, además de pilotos, hay aficionados que vuelan en ultraligero, en helicópteros... Eso sí, no ha subido ni una sola mujer».
El aparato impone. Aunque sus dimensiones no son gigantescas (12 metros de largo; 5 de alto y casi 10 de envergadura), su aspecto de proyectil y la sensación de potencia que transmite impresionan; con el motor encendido, directamente asusta.
Las manos quietas
Lo primero que hay que aprender antes de darse un garbeo es que no se toca nada. No es difícil convencerse: la simple visión del cuadro de mandos, con más de quince esferas y sus correspondientes agujitas y luces, es suficientemente disuasoria. «Se puede complicar mucho la cosa. Vamos a ir muy rápido y muy cerca del suelo, así que, básicamente, lo que hay que hacer es estar quieto», advierte el piloto.
José Luis de Marco cuenta las cosas de carrerilla en una charla previa al vuelo, como si todo el mundo estuviese familiarizado con anemómetros, altímetros y horizontes artificiales. Bien mirado, alguno de los relojes recuerda a los indicadores de presión y temperatura de la caldera de casa, de modo que cuando mira como preguntando si se ha entendido, uno, involuntariamente, asiente, mientras rastrea la cabina en busca de otros parentescos: el acelerador se parece al asa de una pala; la columna de control, al joystick de la máquina de marcianos... hasta llegar al mando por excelencia: el de eyección. No hace falta que la situación sea tan desesperada para pasar un mal rato. Tampoco hay truco para no marearse, porque todo depende de lo que quiera el piloto. Una pirueta tiene gracia; cinco seguidas cambian el estómago de sitio. «Si veo que alguien se pone mal, paro», tranquiliza.
No se puede decir que el avión sea cómodo. Una vez abrochado el cinturón -cinco anclajes-, se tiene la sensación de estar soldado al asiento. Una pantalla de plexiglás separa al pasajero del cogote del piloto; por encima, la cúpula, medio cilindro del mismo material que ofrece una vista despejada hacia arriba y a los lados. El ruido ensordecedor del motor no molesta cuando se está dentro.
Tras la puesta en marcha y el rodaje se hace una prueba de potencia, antes del despegue. La salida es progresiva y rápida -De Marco informa: son 250km/h-; en un momento se gana velocidad y altura antes de descender para dar una pasada sobre la pista y saludar a quienes se han quedado esperando en tierra, pero a 500 por hora no da tiempo a gran cosa. En un momento irá a 700.
Hablar de una montaña rusa no basta para describir un looping, que se hace eterno en cuanto se pierden las referencias de tierra; se nota una presión que hace difícil hinchar el pecho y hay que apretar la mandíbula para no dejar colgando la barbilla. Con el tonel se comprende lo acertado de sentarse tan atado: en esta maniobra se mantiene el rumbo mientras el avión se pone boca abajo y después recupera la posición inicial. En el split, se describe una 'U': una caída a velocidad endiablada hacia el suelo para ir recuperando la posición horizontal -mientras uno se queda aplastado contra el asiento- y salir disparado hacia arriba en vertical. Hay pasadas a ras de suelo e incluso un momento en que De Marco cede los mandos, pero quizás lo más impactante de todo sea experimentar la fuerza de la gravedad -para los profesionales, 'G'- multiplicada en los giros. Cada movimiento requiere esfuerzo y voluntad, y parece imposible hacer otra cosa que intentar no desmayarse. «Los pilotos de combate entrenan la respiración y realizan maniobras anti-G, que consisten en tensar los músculos abdominales y presionar las piernas para evitar que la sangre baje, el cerebro quede sin alimentación y se pierda la consciencia». Un mínimo ensayo de las maniobras hace patente su similitud con otra actividad mucho más cotidiana y menos emocionante que volar en un caza. «Pues sí, es parecido, y además se hacen mientras se emite un gruñido. Muchos pilotos de combate tienen almorranas», instruye José Luis de Marco.
Una vez en tierra, la euforia se mezcla con cierto alivio al bajar de la nave, con el mono empapado en sudor y el cuerpo machacado; después de tanto volatín, el mejor plan es ducha y siesta.
La emoción dura. Justo antes de dormir, todavía se patalea sin querer al recordar las subidas y las bajadas; se piensa también con admiración en la vida apasionante de los pilotos de combate y en su trabajo agotador. Con todo esto, quién iba a sospechar que van sentados sobre su más directa amenaza.