The New Yorker
Todo indica que los militares norteamericanos y sus aliados de la OTAN no sólo han sobrepasado su estadía en Afganistán, sino también el punto en el que su presencia es otra cosa que tóxica. Mientras que los detalles exactos del incidente son todavía poco claros, es sabido que, temprano en la mañana del domingo (11 de marzo de 2012), un soldado norteamericano aparentemente asesinó a sangre fría a 16 civiles afganos en el distrito Panjwai de la provincia de Kandahar. Nueve de las víctimas, se informó, eran niños. Este es meramente el último eslabón en una cadena de episodios en los que los soldados norteamericanos –pese a las intenciones positivas de la abrumadora mayoría de ellos—han mostrado desprecio, falta de respeto y, cada vez más y en forma trágica, odio por la gente del país que los alberga.
Dos semanas atrás fue la quema accidental de ejemplares del Corán y otros textos sagrados en una base militar norteamericana –la noticia llevó a furiosos motines en todo Afganistán y a la muerte de al menos treinta personas, incluyendo a seis soldados norteamericanos. En enero, fue un video, filmado por los propios soldados norteamericanos, que mostraba a cuatro marines orinando sobre los cadáveres de varios afganos, sospechados de ser parte de los talibán, a los que habían matado. En 2010, en Maiwand, una provincia del sur –no lejos del distrito Panjwai—, un grupo de soldados norteamericanos emprendió el “asesinato deportivo” de civiles afganos: se tomaron fotos posando con sus víctimas y recolectaron partes de sus cuerpos como trofeos.
Tales incidentes no son desconocidos para los norteamericanos –o no deberían serlo. También ocurrieron en Irak. Hubo las ignominias de Abu Ghraib y la masacre de Haditha, y miles de incidentes menores, a veces no reportados, en los que los soldados humillaron, mataron o abusaron de civiles iraquíes por razones que tenían menos que ver con sus posibles intenciones hostiles y más con sus propios miedos y odios. En el verano de 2003, en Fallujhan, conocí a un soldado nortemaericano que se vanaglorió ante mí de haber “quemado” a vehículos civiles que se acercaban por el camino entre Basora y Bagdad porque no estaba seguro de quién estaba en ellos. En ese momento, dijo, había parecido más prudente matarlos que dejarlos vivir, sólo por la posibilidad de que pudieran ser hostiles. El modo en que me contó sus experiencias, sin embargo, dejaba vislumbrar una realidad que a pocos soldados les gusta discutir: que a veces matan porque la oportunidad está allí y porque, en ese momento, a algunos de ellos les resulta divertido. Siete años después, ese mismo soldado me contactó por carta para decir, arrepentido, que era muy diferente de aquel joven que había conocido. Tuve la sensación de que buscaba alguna clase de expiación por las cosas que había hecho, pero también quería mi comprensión. Expresaba un claro sentido de autoconciencia y me preguntó adónde lo llevaría. Dos generacones atrás, antes de Twitter y YouTube y de celulares con cámara, los soldados norteamericanos en Vietnam demostraban rutinariamente su odio hacia el pueblo del país que los hospedaba de modos a menudo peores y mucho más frecuentemente que en Afganistán. En esos días, llevó mucho más tiempo al público norteamericano descubrir cada uno de los episodios –más de un año en el caso de la masacre de My Lai, en 1968. “Nadie quería ser el primero en publicarla”, escribió recientemente Seymour Hersh, quien sacó la historia a la luz.
En My Lai, entre 375 y 520 civiles vietnamitas, en su mayoría mujeres y niños, fueron masacrados a sangre fría por soldados norteamericanos que, en su mayoría, se callaron. Fue después de que apareciera el primer artículo de Hersh que se publicaron fotografías de la masacre –tomadas, mientras ocurría, por un fotógrafo del Ejército norteamericano que estaba en el lugar— en los diarios y en la revista Life. Dada la tecnología actual y la febril cultura mediática de último minuto, parece improbable que algo de esa escala pudiera ocurrir hoy y ser encubierto.
Pero el hecho de que menos civiles –y también soldados—mueran en las guerras de hoy no mitiga los espantosos horrores de sus acciones o reduce el daño político en Afganistán. Los aliados de la OTAN están buscando salirse con algo de gracia y dignidad de una situación que se ha vuelto fea y en la cual su enemigo designado, los Talibán, no sólo ha ganado terreno, sino que luce como probable reconquistador del poder una vez que esa salida final se produzca.
En el otoño (boreal) de 2010, visité al Mullah Zaeef, un ex enviado de importancia de los Talibán y prisionero de Guantánamo después del 11 de septiembre de 2011, quien, desde su liberación y retorno a Afganistán, ha vivido en una villa de Kabul con guardias provistos por el presidente Hamid Karzai. Aunque formalmente evita todo contacto con sus camaradas talibán de antaño que todavía están en la pelea, Zaeef conserva, claramente, el rol de intermediario; Karzai y muchos oficiales militares y de inteligencia norteamericanos y de la OTAN lo ven, ciertamente, como un posible enlace con los talibán moderados.
Zaeef dijo que le divertía haberse vuelto objeto de atención de tantos funcionarios occidentales. Pero, en primer lugar, no estaba seguro de quiénes podían ser esos talibán “moderados”. En cuanto al valor de negociaciones futuras, sonrió cortante y dijo lo único que los talibán podrían estar dispuestos a conversar con los norteamericanos y sus aliados son las condiciones de su retirada total del país. Un acuerdo tal podría determinar si dejarán Afganistán con alguna apariencia de dignidad o no, afirmó.
La sensación de inevitabilidad sólo se ha intensificado desde entonces. Últimamente, los talibán han estado refregándolo en la cara de las fuerzas occidentales. En decenas de incidentes, los soldados del gobierno afgano, y a veces sus oficiales, han vuelto sus armas, cada vez más, sobre sus sorprendidos aliados militares norteamericanos y europeos. Usualmente, después del hecho, los talibán afirman que los asaltantes eran miembros de su grupo, insertados secretamente entre sus enemigos, esperando el momento para golpear, y es posible que algunos de ellos lo fueran –pero no todos. Así como hay norteamericanos que –quizás abrumados por la futilidad de su misión y su incapacidad para comprenderla, y también por sus odios— “pierden la cabeza” y matan a familias afganas en la oscuridad de la noche, hay afganos que matan norteamericanos en lo que conciben como un acto de auto-respeto. La guerra tiene su modo de hacer posible toda clase de matanza.