Al calor de la última escalada de tensión entre Irán y Estados Unidos, con motivo de las maniobras militares del primero en el Estrecho de Ormuz a principios de enero, muchos hablan ya de la nueva guerra “inminente” en Oriente Medio. Se trata del último eslabón de una cadena de acusaciones recíprocas, tendentes siempre a imputar al otro la máxima responsabilidad en el estado de tensión y desestabilización permanentes en que vive sumida la región desde hace años.
La República Islámica ha afirmado que actuará con contundencia ante cualquier provocación de la Armada estadounidense, cuyos barcos transitan libremente por las aguas del Golfo Pérsico. La amenaza incluye el cierre del estrecho en cuestión, un conducto marítimo de gran importancia para el tráfico petrolífero mundial que, en su tramo menos extenso entre las costas de Irán y Omán, no supera los 40 kilómetros ysupone la puerta de entrada a los principales yacimientos del planeta. El motivo aparente que ha provocado la reacción airada de Teherán es la “presencia hostil” de los navíos estadounidenses mientras las maniobras se llevaban a cabo y el anuncio de nuevas sanciones económicas por parte de los países occidentales, entre las cuales destaca la decisión europea de anular sus importaciones de crudo iraní.
Esta medida, que comenzaría a aplicarse dentro de unos meses como muy pronto, supondría un durísimo golpe para la economía de Irán, dependiente de los hidrocarburos, y agravaría su vinculación necesaria con clientes preferentes como China. Pero, en realidad, la polémica suscitada en torno a las citadas maniobras refleja la percepción de los dirigentes iraníes de que se está perfilando ya una campaña militar que cuenta incluso con un calendario y plan de acción definidos. Por lo tanto, en cierta manera, Teherán está dando a entender que está preparada para la guerra y que no está dispuesta a ver cómo las sanciones, embargos y presiones diplomáticas debilitan progresivamente su capacidad operativa como potencia regional. Que las conminaciones de sus responsables militares expresen, en el fondo, una opción de fuerza o, más bien, constituyan una muestra de debilidad, como insiste la diplomacia de Washington, es algo que está por ver. Sí es indudable que, a la vista de la situación convulsa en que se halla sumida la zona -y la crisis económica mundial-, con revueltas populares en Siria y Yemen, el rebrote de la violencia sectaria en Iraq, las incertidumbres de la transición egipcia, el oscuro panorama del futuro afgano y las disfunciones orgánicas del Estado paquistaní, una operación bélica en Irán produciría, además de la tan pocas veces tenida en cuenta sangría de vidas humanas, una convulsión global.
La irritación iraní ante las idas y venidas de los buques de guerra de Estados Unidos por el Golfo no es, por supuesto, novedosa; pero sí la visceralidad de su postura actual y la contundencia del mensaje: somos capaces de cerrar el Estrecho de Ormuz y evitar el tránsito del 40% de los envíos de crudo diarios del planeta. Ya se había amenazado con anterioridad con hacer eso mismo, si bien, ni siquiera durante los peores años de la guerra con Iraq (1980-1988) se había cumplido. Las maniobras, llamadas Velayet 90, tenían por objetivo “reforzar la seguridad del Golfo Pérsico” y demostrar que, en un plazo razonable de tiempo, el Ejército iraní puede bloquear el tráfico marítimo y, de paso, controlar de cerca a la flota de EEUU. El hecho de que hayan anunciado nuevos ejercicios navales para finales de este mismo mes certifica el empeño de Teherán de recalcar dos prioridades: la continuidad de su programa nuclear, pacífico según sus declaraciones, bélico a decir de sus detractores, y, en especial, la negativa a nuevas medidas de castigo económicas.
El crudo iraní que devora China
De hecho, los mandatarios iraníes han asociado el posible cierre del estrecho a nuevas prohibiciones a la exportación de crudo iraní. Las sanciones, hasta ahora, han perjudicado de manera notable la producción industrial y las finanzas iraníes: la escasez de la tecnología y los repuestos necesarios para mantener y modernizar la maquinaria de los hidrocarburos, así como las restricciones a los movimientos de capital iraní, han propiciado la devaluación constante del tomán, moneda nacional, la carestía de precios y el descenso del nivel de vida. Como hemos señalado ya, el veto a las exportaciones petrolíferas por parte de la Unión Europea (segundo importador), unidas a una imposible colusión de Japón y Corea del Sur (cuarto y quinto importadores respectivamente), agravaría las penurias de la República Islámica a la hora de obtener liquidez. Además, el cerco cada vez más estrecho ejercido por Estados Unidos, cuyo presidente aprobó recientemente más constricciones contra el Banco Central de Irán y presiona a una hasta ahora reluctante China -primer cliente comercial de Irán, con una quinta parte de los aproximadamente 2,5 millones de barriles diarios- para quese sume al boicot. Otros, como India, su tercer mejor cliente, afrontan cada vez más dificultades para efectuar el pago de sus importaciones, debido a las penalizaciones impuestas a los bancos que realicen transacciones con el Central iraní. Los dirigentes indios han confirmado su deseo de seguir importando crudo iraní pero, por si acaso, buscan proveedores alternativos.
Un inconveniente añadido para Teherán es que su otro gran valedor internacional junto con China, Rusia, es el segundo productor mundial de petróleo y poco puede ayudar en este sentido. Sí a la hora de paralizar cualquier proyecto bélico en Naciones Unidas y neutralizar las presiones que pudieran ejercerse sobre terceros países para sumarse a un plan agresivo con respecto a Irán; pero la experiencia ha demostrado que, cuando Occidente se propone llevar a cabo una acción de guerra, los rusos y los chinos poco han podido o querido hacer para impedirla. Hoy, las razones que han retrasado el inicio de las hostilidades contra la República Islámica no tienen tanto que ver con el orden internacional como con las penurias financieras de la Unión Europea y Estados Unidos, y las peligrosas implicaciones geoestratégicas de un nuevo conflicto bélico en Oriente Medio, en esta ocasión ante un enemigo temible, dotado de muchos más recursos que el Iraq de Saddam Husein y el Afganistán de los talibanes. Con todo, quién sabe si los impedimentos de cariz económico no terminarán constituyendo al final, precisamente por eso mismo, un acicate más para lanzar una guerra con la que supuestamente reactivar la economía occidental (o, al menos, reactivar la industria armamentística y justificar mayores flujos de capital desde las ricas monarquías árabes del Golfo). Lo que sí resulta evidente es que Washington está adoptando los pasos precisos para reducir al máximo el impacto en el ámbito geoestratégico de una escalada militar contra Teherán. Y ésta lo ha percibido con nitidez; de ahí su nerviosismo.
Sobre esto último, no hacen falta alardes de clarividencia para comprobar, junto con los responsables iraníes, que algo se “cuece”, pues, en gran medida, se están produciendo los movimientos regionales que todos sabíamos debían preceder un proyecto de este tipo. En primer lugar: los iraníes sabían que ningún ataque contra su soberanía nacional habría de tener lugar hallándose Iraq ocupado por decenas de miles de soldados estadounidenses. Estos se convertirían en una especie de rehenes de los numerosos aliados, Gobierno incluido, de los iraníes en la antigua Mesopotamia y compondrían una retaguardia de muy difícil manejo. Con la retirada, completada en 2011, de los efectivos militares de Washington -pero el mantenimiento de su capacidad operativa en el país y la consagración de su “búnker” de inteligencia en la sede de la embajada en Bagdad- este inconveniente queda superado. Los iraníes sabían también que la inestabilidad crónica en Afganistán, donde las tropas internacionales sufren bajas diarias en una guerra de desgaste que nunca podrán ganar, impide cerrar de forma hermética la frontera oriental iraní. Ahora, el reconocimiento de que se puede negociar con los talibanes, tras años de considerarlos “terroristas”, y el visto bueno de Washington a la apertura de una oficina del movimiento en Qatar, confirman el deseo de aquel de alisar la espiral afgana, aun de manera provisional, en vísperas de la salida de las tropas de ocupación estadounidenses antes de fin de año.
El guión prebélico
Al mismo tiempo, para justificar una posible participación de países árabes en la empresa -o su neutralidad cuando menos- se ha puesto en marcha, una vez más, una ronda de contactos entre la Autoridad Nacional Palestina e Israel, en Jordania. Se pretende así impulsar las llamadas negociaciones de paz, a pesar de que el gobierno de Benjamin Netanyahu, uno de los principales partidarios de un castigo militar contra Irán, no ha revisado siquiera su política de asentamientos y expansión territorial en la Palestina ocupada. También, Washington trata de que las cosas no excedan un nivel de tensión asumible en Pakistán, que corre serio peligro de convertirse en un estado fallido de pleno derecho, y hace todo lo posible por reducir una deriva antiestadounidense en aquellos países árabes donde las revueltas populares han derrocado a presidentes dictatoriales, como en Egipto, a la par que coordina con los Estados aliados políticas de contención, basadas en tímidas aperturas y amagos democráticos, para evitar el contagio revolucionario. En consecuencia, el guión prebélico queda bien dibujado: aparente normalidad en el entorno continental iraní, una economía asfixiada, con un liderazgo político cada vez más nervioso, y la fortaleza de los dispositivos militares estadounidenses en el área.
Desde sus bases en Kuwait, Bahréin, Qatar y Omán, más los efectivos franceses en Emiratos y Yibuti, Occidente puede neutralizar la operatividad de los iraníes en aguas del Golfo. A todo esto se une la animadversión de las monarquías árabes a la República Islámica, las cuales se andan con cada vez menos sutilezas a la hora de pedir o exigir incluso una acción de guerra. Para algunos, como el rey de Bahréin o el emir kuwaití, los iraníes están detrás de los movimientos políticos opositores y las supuestas conspiraciones externas. Más de un Estado árabe del Golfo ha tomado medidas contra diplomáticos iraníes y ha anunciado la desarticulación de supuestas redes de espionaje, hasta el punto de que el vocabulario local se ha convertido ya en usual la referencia a la “injerencia de un país vecino” siempre que ocurre algo inusual, caso de las recientes manifestaciones en las provincias de mayoría chií en Arabia Saudí. Para ésta y el resto, el programa nuclear de Teherán y su expansión regional, propiciada, aunque parezca paradójico, por la ocupación estadounidense de Iraq, constituyen un problema de primer orden, entre otras cosas por el influjo ideológico que pueda ejercer la República Islámica en las poblaciones chiíes de la Península Arábiga.
Episodios recientes, como la reacción oficial saudí ante el oscuro compló de agentes iraníes para asesinar a su embajador en Estados Unidos o el incremento de las importaciones de armamento y alta tecnología de guerra por parte de laspetromonarquías -unos 130.000 millones de dólares en los últimos años- hacen pensar a Teherán que los saudíes y compañía también están dispuestos a colaborar, no sólo con dinero o aumentando su producción de crudo, en la hipotética campaña. Por ello, el mensaje de las maniobras navales va también dirigido a ellas, así como los anuncios apocalípticos sobre una escalada sideral de los precios del petróleo (hasta los 250 dólares en caso de conflicto). En verdad, Teherán precisa de barriles caros para costear su precariedad financiera pero sabe que los vecinos árabes, en primer lugar Arabia Saudí, pueden hacer de contrabalanza para conseguir exactamente lo contrario. No extrañe pues que desde sectores de la Península Arábiga se haya acusado a Teherán de fomentar toda esta polémica en torno a las maniobras para, de paso, hacer que el crudo cueste más.
Irán está haciendo gala, frente a todas estas evidencias, de una crispación inusual en una diplomacia acostumbrada a una política de irradiación continuada pero precavida y soterrada. La ocupación de la embajada británica en noviembre de 2011 o el anuncio de un proyecto de extracción petrolífera en la zona de Yaraf, territorio fronterizo con Kuwait disputado por ambos países, ilustran, junto con las maniobras militares y las declaraciones incendiarias de sus dirigentes, su propósito de, al menos, diseñar sus propios plazos y obligar a Washington a trastocar los tiempos de sus planes bélicos, si es que existen. Intenta así disponer de alguna baza, pues las buenas cartas comienzan a resultarle escasas: en Siria, la determinación occidental de apretar sin ahogar y esperar la descomposición del régimen de Bachar al-Asad, o como poco la debilitación estructural de su Ejército y protagonismo regional, está desesperando a los iraníes, principales aliados de Damasco, que ven cómo su salida al Mediterráneo se está desmoronando sin que los dirigentes sirios sean capaces de ofrecer más que represión y violencia a las demandas de la población.
En Líbano, Hezbolá está enfangado en las disputas intestinas con sus socios de Gobierno y el grave deterioro de su imagen pública en el país y todo el mundo árabe a resultas de su apoyo incondicional a los dirigentes sirios. En Palestina, Hamás, el otro vértice de esa alianza regional sirio-iraní, mantiene una actitud de cauto distanciamiento respecto de la crisis siria y trata de asegurarse sus propias alternativas. Aun cuando el propio el Guía Supremo, el ayatolá Alí Jameni, acogió las revueltas árabes con entusiasmo, a principios de 2011, el curso de las mismas y la evidencia de que el discurso liberalizador iraní no tiene nada que ver con su política de cerrazón y opresión doméstica han impulsado a numerosos árabes a musulmanes a sospechar que Teherán reniega, tanto como Estados Unidos, máximo valedor de dictaduras y regímenes represivos en la región, de un modelo verdaderamente democrático en Oriente Medio.
Por si no bastara, a las enormes dificultades económicas y geoestratégicas de la República Islámica se unen las desavenencias internas, con un presidente, Ahmad EddínNeyad, enfrentado al Guía Supremo y una lucha velada entre los partidarios de uno y otro por hacerse con el mando del poder y dictar las líneas maestras de una política exterior cada vez más agresiva y menos calculada. Todo sea para desviar, de paso, la atención de las corrientes opositoras en el interior, pero a costa de aportar más argumentos a quienes abogan por la acción militar punitiva y comienzan a acusar, dentro de Estados Unidos, al propio presidente Barack Obama de pusilánime por no atacar ya mismo.
Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita* en El Confidencial
*Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita, profesor de Estudios Árabes e Islámicos, Universidad Autónoma de Madrid.
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