Muerto no ganará batallas, pero incluso desde la cámara frigorífica del mercado de carne y verduras de Misrata en la que yace, Muamar el Gadafi es capaz de generar discordia entre quienes hacían piña cuando combatían el dictador libio. Solo un día después de su fallecimiento, muy probablemente una ejecución sumaria, el primer ministro, Mahmud Yibril, visitaba el lugar el viernes por la tarde. Se trataba de enterrar el cadáver del tirano y cerrar el expediente. Pero los militares que custodian el cuerpo y Yibril no lograron pactar, por muy devotos musulmanes que todos se declaren y por vencido que estuviera el plazo de 24 horas que marca el Corán para sepultar a todo musulmán. Los soldados de Misrata, que soportaron un asedio atroz durante meses y combatieron en agosto para liberar Trípoli, pretenden que el cuerpo de Gadafi sea enterrado en un emplazamiento secreto. Yibril prefiere que se conozca el lugar de la tumba e impedir que sea visitada.
El primer ministro prefiere que se conozca el lugar de la tumba e impedir que sea visitada
Es la primera fisura grave en la era posgadafi, en un país que no ha conocido durante medio siglo el significado de la palabra compromiso. En Misrata, donde ya se expone el puño de hierro que aplasta un avión estadounidense -uno de los símbolos de Bab el Azizia, el bastión de Gadafi en Trípoli, que los luchadores de Misrata trajeron a su ciudad-, no falta quien desea que el coronel que rigió Libia durante 42 años sea enterrado en esta población a 200 kilómetros al este de la capital. La tribu del tirano (Gadadfa) ha reclamado el cuerpo para darle digna sepultura en Sirte, su localidad natal. Sin éxito. La romería para ver el cadáver no se había disuelto anoche.
Cientos de hombres esperaban disciplinadamente su turno protegiéndose del sol bajo una hilera de árboles. Sobre un colchón yace el cuerpo ensangrentado de Gadafi con la cabeza ladeada. A su izquierda, el jefe de su ejército, Abu Baker Yunes Jaber; y a la izquierda de este Mutasim, hijo del tirano y detestado como pocos por su papel en la eterna represión que se sufrió durante el régimen defenestrado. Nadie quería verlos detenidos. Retumba el “Dios es grande” en la sala frigorífica que gritan quienes no querían perderse algo que habían esperado ver durante años: el dictador muerto.
Porque resulta imposible encontrar a una sola persona que prefiriera un juicio al dictador. No les importa nada si fue asesinado a sangre fría. “No había otra opción. Mejor la muerte que el juicio, porque un proceso daría esperanzas a sus partidarios de que todavía podrían recuperar el poder”, explica Hasan al Osta, un economista que saluda a un joven menudo de 26 años, estudiante de religión islámica. Se llama Ismail Abdula Shanab. Y es uno de los héroes de la procesión masculina. “Yo estaba en el grupo que encontró al general Yunes Jaber en Sirte. Me metí en la tubería donde se escondía y le disparé. Creo que yo le maté”, comenta sonriente, como todos los visitantes de la morgue improvisada.
El poderío de Misrata
En algunos detalles da la impresión de que Misrata, la ciudad más castigada, la que más víctimas ha padecido, cuya avenida principal está repleta de edificios plagados de boquetes, apuesta por demostrar poderío. En el control militar a la entrada a la provincia, los milicianos piden documentación y al extranjero le reclaman el pasaporte para sacar fotocopias; los ‘check-points’ son mucho más frecuentes que en el resto del país. Como si pretendieran enviar un mensaje al Gobierno interino. No perdonan en Misrata la intervención de Yibril, días después de la conquista de Trípoli. “Exigió a nuestros combatientes que devolvieran lo que se habían llevado de Bab el Azizia. Pero solo se apoderaron de coches y gasolina para seguir luchando en Bani Walid. Y Yibril lo pidió en televisión, sin haber hablado antes con nosotros”, afirma Ahmed, un ex funcionario de la Administración de Gadafi.
“No había otra opción. Mejor la muerte de Gadafi que el juicio"
Hasan al Osta
No es la única señal que sugiere que las disputas territoriales, arraigadas históricamente, comienzan a aflorar. El plan previsto por el Consejo Nacional Transitorio (CNT), el organismo que dirigió la guerra, establece que el presidente del CNT, Mustafá Abdel Yalil, pronuncie una declaración de liberación de Libia que daría inicio al proceso democrático. Se ha pospuesto un par de veces. Está prevista para hoy domingo, y aunque se había anunciado que tendría lugar en Trípoli, finalmente se celebrará en Bengasi. Tiene su lógica. Y su carga simbólica. La oriental Bengasi se entregó a mediados de febrero a la tarea de derrocar a Gadafi, y después se sumaron las demás ciudades.
Si a las disputas territoriales se suman las tribales -que parecen más mitigadas a estas alturas del siglo XXI en un país en el que los jóvenes son mayoría entre sus seis millones de habitantes- y la lucha por el poder que ya se atisba entre islamistas y liberales educados en Estados Unidos y otros países occidentales, el panorama político puede enturbiarse si no se gestiona con extrema habilidad. Con el agravante de que en Libia hay un arma en cada casa. Y no acaban ahí las semillas que pueden hacer aflorar nuevos escollos. Este país árabe es inmensamente rico en petróleo, e infinitos los potentísimos intereses que entrarán en juego. En Trípoli, los hombres de negocios extranjeros ya pululan a la búsqueda de contratos. Y poderosos personajes del exilio que organizaron guerrillas y golpes fracasados contra Gadafi no han dicho todavía esta boca es mía. Va a ser necesario un delicado encaje de bolillos para que la democracia y la prosperidad se hagan realidad.
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