Por Ramzy Baroud
Traducción: Javier González Retenaga
El Ministerio de Exteriores británico y el Departamento de Estado estadounidense están muy preocupados. Los responsables de derechos humanos en la ONU están enfadados. Canadá, por alguna razón, parece particularmente furiosa. El blanco de toda esta ira es el Consejo Nacional de Transición libio, al que se reprocha su incapacidad para frenar la violación generalizada de los derechos humanos en todo el país.
La historia resulta de alguna manera familiar. Los grupos que velan por el respeto de los derechos humanos dan la voz de alarma señalando a algún país del tercer mundo. Las potencias occidentales responden pidiendo responsabilidades. Los medios de comunicación informan del asunto hasta que el interés se desvanece.
No obstante, esta historia requiere algo más que un mero reconocimiento del uso interesado que se ha hecho de las violaciones de derechos humanos. Entre los denunciantes se encuentran la ONU y destacados miembros de la OTAN. Fue la selectiva formulación e interpretación de la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU la que llevó a una devastadora guerra contra Libia. La guerra destruyó un régimen brutal y lo sustituyó por otro, a costa de la vida de decenas de miles de libios. El acusado no es otro que el CNT, una entidad política creada por la OTAN con el objetivo de liderar la transición política en Libia y ponerla al servicio de los intereses occidentales.
Toda la coreografía del asunto de Libia se asemeja de hecho a la gestión de Irak tras la invasión de marzo de 2003. Las potencias occidentales se presentaron como los garantes de las leyes internacionales, con el desinteresado propósito de librar al mundo de viles dictadores que «matan a su propia gente». Pero la situación en Libia parece menos manejable de lo previsto.
La desgracia de Irak
La «misión cumplida» en Libia ha resultado ser otro engaño. Las consecuencias no son menos devastadoras que las que se produjeron en Irak.
La situación actual en Libia augura un conflicto en diversos niveles en el que se encuentran involucradas numerosas milicias, tribus y facciones, todas ellas organizadas en torno a objetivos ideológicos, dinásticos y políticos exclusivos de Libia.
La guerra de Libia ha dado más poder a algunas de las partes y les ha ofrecido la oportunidad de saldar cuentas pendientes. Esto se ha puesto de relieve en la violencia que se está produciendo en Bani Walid, donde se han generalizado los asesinatos y la tortura de personas acusadas de ser leales a Muamar Gadafi.
Para justificar su ataque contra cualquier ciudad de Libia, a las milicias les basta alegar que alberga a leales a Gadafi. Ese ha sido el caso de Bani Walid, una de las últimas ciudades en rendirse. Tal denuncia es suficiente para hacer que cualquier acto de agresión y tortura sea de alguna forma aceptable para los medios tanto árabes como occidentales. El CNT está simplemente tomando posiciones para asegurarse de que las poderosas milicias emergentes le son leales, al menos de palabra.
Todo esto contradice los cálculos iniciales de la OTAN. La OTAN esperaba la consolidación de un CNT fuerte, respaldado por milicias bien controladas, que se convertirían respectivamente en el próximo gobierno y ejército nacional. Pero no es lo que ha sucedido. El CNT se ha constituido de forma caprichosa, sin un auténtico mandato popular, mientras que las milicias continúan atrincheradas para asegurarse de que la futura Libia no se olvidará de sus tribus, ciudades e intereses de grupo. Son los ingredientes para una guerra civil.
La situación empeoró cuando grupos defensores de los derechos humanos criticaron duramente la espantosa situación de las cárceles libias. Amnistía Internacional denunció la muerte de reclusos sometidos a torturas. En Davos, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Navi Pillay, contó a Associated Press que varias milicias mantienen a ocho mil prisioneros recluidos en sesenta centros de detención repartidos por todo el país. En dichos centros «se producen torturas, ejecuciones extrajudiciales y violaciones de hombres y mujeres».
Los aliados de la OTAN, por supuesto, están preocupados. Si el modelo libio –el cambio de régimen desde el aire– fracasa por completo, su aventurerismo militar en Oriente Próximo sufrirá un nuevo revés. Más aún, el desarrollo de la farsa libia continuará reanimando las alegaciones de graves crímenes de guerra cometidos por la propia OTAN, que supuestamente desencadenó la guerra en ese país «para proteger a los civiles y las zonas habitadas bajo amenaza de ataque».
La guerra de la OTAN en Libia estuvo dirigida por un canadiense, el teniente general Charles Bouchard. En junio pasado se publicó que el ministro canadiense de Asuntos Exteriores, John Baird, dijo que no cabía esperar que Libia pasara de «Gadafi a Thomas Jefferson». Le faltó explicar qué clase de democracia pretendía lograr la OTAN con sus 9.600 misiones de ataque.
Reprender a los libios por no respetar los derechos humanos es una descarada hipocresía, especialmente cuando sigue sin haberse terminado el recuento de muchas de las víctimas de la OTAN. El comportamiento de las milicias y de un CNT falto de representatividad no es más que una continuación del violento legado dejado por los mismos países de la OTAN que ahora piden responsabilidades, democracia y el imperio de la ley.
antimilitaristas.org
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