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jueves, 25 de marzo de 2010
La barrera tecnológica frena el programa armamentístico de EEUU
Ilia Krámnik, RIA Novosti Los altísimos costos y constantes retrasos en la entrega de los encargos están poniendo en entredicho el correcto cumplimento del programa armamentístico previsto por los Estados Unidos. Los medios de comunicación estadounidenses están inmersos en un intenso debate sobre la dudosa rentabilidad del caza de quinta generación F-35, el estandarte del rimbombante programa Joint Strike Fighter. El costo estimado de los aparatos ya supera en el doble el valor que figuraba en el presupuesto inicial y, para colmo, la incorporación de los nuevos F-35 a la Fuerza Aérea se viene prorrogando continuamente. Las raíces de esta situación se hunden en el tiempo hasta hace unos treinta años, cuando se inició el proceso de renovación del arsenal de la época de la Guerra Fría que ya iba quedándose obsoleto. Los primeros presupuestos ya mostraban una clara tendencia inflacionista: los nuevos aparatos de quinta generación iban a resultar sustanciosamente más caros que sus predecesores. Tras el colapso de la Unión Soviética, Rusia decidió abandonar la carrera armamentística. Washington vio en este hecho una ocasión inmejorable de conseguir una clara supremacía militar y tecnológica que, junto con su evidente influencia política y económica, le podría garantizar la hegemonía total en el mundo durante mucho tiempo. Sin embargo, la ejecución del plan no iba a resultar tan sencilla como se esperaba. Las fuertes inversiones realizadas no acababan de reflejarse en una visible mejora de las capacidades de combate del nuevo material, mientras que las medidas para reducir costes eran inútiles. A finales de los años ochenta, la Marina de Guerra estadounidense desarrolló un ambicioso proyecto para la creación de un nuevo submarino nuclear, el Sea Wolf. Sobre el papel, las prestaciones de este nuevo sumergible eran extraordinarias y superaban a los prototipos soviéticos más modernos del proyecto 971 (Schuka o Akula). Los planes de fabricación eran acordes con la calidad del submarino y en absoluto modestos. Tenían pensado hacer alrededor de 30 unidades de este tipo. El Sea Wolf, a la ya tradicional navegación silenciosa de los sumergibles estadounidenses, y a un poderoso armamento, añade una velocidad superior a 35 nudos y una gran capacidad para sumergirse hasta 600 metros. El problema es el precio: una unidad cuesta unos US$2.800 millones, cuatro veces más que sus precedentes de la clase Los Angeles (US$700 millones por unidad), y casi tres veces más que su versión modernizada (US$1.000 millones por unidad). Pero la desintegración de la URSS ponía en entredicho la viabilidad del proyecto. El precio y, sobre todo, el gran número unidades se consideraron injustificados y se decidió reducir la fabricación hasta una docena de unidades. Insuficiente. El montante total seguía siendo demasiado alto. Al fin y al cabo, sólo tres "Lobos Marinos" pasaron a surcar los mares, con un coste final para cada unidad de US$4.200 millones. Elevado precio, en parte motivado por la gran inversión realizada y lo escaso de la serie emitida. Se podrían citar más ejemplos, pero volvamos al tema central del artículo, el ya mencionado F-35, que ha doblado su precio inicial y que no termina de incorporarse al arsenal de la Fuerza Aérea. Por no hablar de las dudas que genera su capacidad de combate. Según varios analistas, el costoso F-35 no es superior a los aparatos diseñados por la Oficina de Diseños rusa Sukhoi. La causa de los problemas de la industria de Guerra podría estar en que los diseñadores y fabricantes de armamento se han encontrado con una barrera tecnológica que impide el desarrollo. Una situación parecida tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial y el período de posguerra, cuando el progreso hizo imposible mejorar más los aviones propulsados por hélice que, finalmente, fueron reemplazados por los de reacción. En aquella época, el necesario salto tecnológico se consiguió gracias a los imperativos impuestos por la guerra, que obligó a aumentar drásticamente los recursos destinados a la investigación en el ámbito militar y de ingeniería. Hoy, la industria en general se enfrenta con una barrera tecnológica de otro tipo, mucho más perversa, que obliga a invertir cada vez más recursos, para dar unos pasos cada vez más pequeños. Y los avances conseguidos, con frecuencia, son meramente cosméticos. Los ingenieros conocen esos límites, pero los ministerios de Defensa prefieren obviarlos para anunciar planes populistas y hacer peticiones muy alejadas de la realidad. Y esta fue la conclusión final a la que llegó la Asociación estadounidense de la industria aeroespacial y que presentó al Pentágono en su estudio "Costes imprevistos. Las consecuencias industriales de la elección de determinadas estrategias de defensa". Según los ingenieros de la Asociación, los planes del Pentágono para alcanzar la supremacía tecnológica global son irrealizables debido a la falta de una base necesaria de investigaciones fundamentales. No sólo EEUU, sino también la UE y Japón se han enfrentado a esta barrera. Rusia, que está recuperándose de los 15 años de vació tecnológico tras el colapso de la URSS, también se acerca a este límite. Los países que utilizan las soluciones tecnológicas rusas, estadounidenses o europeas, chocarán inevitablemente con el mismo problema en el futuro. Es difícil decir cómo se puede superar esta situación. El proceso, probablemente, llevará varias décadas de arduo trabajo y necesitará de enormes inversiones para el desarrollo de la ciencia fundamental. En el pasado, las guerras reducían el tiempo de espera a un par de años, pero hoy eso es inviable. Hoy, una guerra supondría un catastrófico y largo retraso, una nueva edad oscura, si no nos llevaba a la desaparición.
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