DARÍO PESCADOR 19.03.2011 - 15:10h
El debate nuclear dista mucho de ser tecnológico. La política, la opinión pública y las finanzas han dictado la evolución y el estancamiento de una energía que no deja a nadie indiferente.
¿Qué es más seguro, volar o conducir? Las estadísticas no engañan; los accidentes de tráfico son tristemente cotidianos, el peligro en un avión es mucho menor. Sin embargo, si no quedara más remedio que elegir entre un accidente de coche y uno de aviación, la respuesta también sería clara. En el coche hay más probabilidades de sobrevivir.
Los vuelos comerciales y las centrales nucleares tienen algo en común. Los accidentes son muy raros pero, cuando se producen, son terribles. En sesenta años de historia de la energía nuclear, los accidentes de nivel cinco y seis en la escala INES se cuentan con los dedos de la mano.
Solo se ha producido un accidente nuclear, el de Chernóbil, que alcanza el nivel siete, el máximo. Pero la huella de Chernóbil es indeleble: cientos de víctimas, pueblos inhabitables, suelos contaminados por radiación, secuelas en la población durante años y un inmenso sarcófago de hormigón que sirve de tumba al reactor.
Los críticos de la energía nuclear sostienen que no merece la pena correr tales riesgos. Sus defensores, que a la larga, las otras energías son más caras o más peligrosas. Aunque extraer la energía del átomo ha sido uno de los grandes logros de la ciencia, el camino hasta llegar a Fukushima no es la típica historia de avances y contratiempos tecnológicos.
En estas seis décadas ha tenido lugar una dura batalla política y económica, que promete arreciar en los próximos años.
El frenazo nuclear
En 1941, el comité MAUD de científicos británicos publicó dos informes. Uno titulado“Uso del uranio como fuente de energía” y otro “Uso del uranio para construir una bomba”. En medio de la Segunda Guerra Mundial, el primer informe se quedó en un cajón.
Las primeras centrales nucleares se construyeron solo con el fin de fisionar uranio para obtener plutonio, el elemento usado en la segunda bomba atómica lanzada sobre Nagasaki en 1945.
Tras la guerra, los usos pacíficos no tardaron en llegar. Un reactor experimental produjo electricidad por primera vez en Idaho en 1951. La Unión Soviética lo consiguió en 1954 con su reactor de Obninsk. Ese mismo año, Lewis Strauss, presidente de la Comisión de Energía Atómica de EEUU, declaró que, en el futuro, la electricidad sería “demasiado barata para medirla”.
En realidad, se refería a la energía de fusión, entonces un proyecto secreto, pero sus palabras marcaron el inicio de la era atómica. La producción mundial de energía nuclear pasó de un gigavatio (GW) en 1960 a más 300 GW en 1990. Sin embargo, desde entonces, apenas ha crecido, y supone tan solo el 14% de la electricidad del mundo. Son veinte años de estancamiento.
En esencia, la reacción que se produce en el interior de una central nuclear es la misma que en una bomba atómica. La central es una enorme máquina dedicada a controlar esta reacción y utilizar el calor producido para generar electricidad. Además, es una magnífica máquina de hacer dinero.
Una vez en marcha, el mantenimiento y personal de una central son costes pequeños comparados con la cantidad de electricidad que produce. El combustible, uranio, es relativamente abundante (aunque hay dudas sobre las reservas) y mucho más barato que el petróleo.
Incluso si su precio se duplicara, solo afectaría en un 7% al precio de la electricidad producida por la central nuclear. En comparación, con el gas natural al doble de su precio, el coste de la electricidad de una central de ciclo combinado subiría un 70%. Parece un negocio redondo.
Los problemas de costes son financieros. La construcción de una planta nuclear dura unos diez años y cuesta más de 3.000 millones de euros. Tres cuartos del coste de la energía que producen corresponden al pago de esta inmensa hipoteca. Los intereses de la financiación suelen ser altos.
Los inversores en el proyecto están apostando a que durante los 30 años de vida útil de la central, el precio de la electricidad será suficientemente alto para recuperar su dinero. Eso, y que no habrá accidentes. Lo normal es que sea necesario el aval y también la subvención de los estados.
El negocio nuclear se paró con Chernóbil
Tras la euforia de los primeros años, la energía nuclear sufrió su propio estallido de la burbuja. El accidente de Three Mile Island en Pennsylvania en 1979 no produjo víctimas ni escapes, pero las regulaciones se hicieron más exigentes, aumentando los costes.
La crisis del petróleo de 1973, que podría haber sido un empujón a la alternativa nuclear, atacó precisamente a su talón de Aquiles. La inflación y la subida de tipos de interés hicieron insostenibles los costes financieros.
España impuso una moratoria nuclear abandonando los planes para las nuevas centrales. Más tarde, Austria, Suecia e Italia votaron en referendos por el abandono de la energía nuclear.
Las compañías de energía nuclear dejaron de ser rentables y muchas necesitaron un rescate financiero por parte de los gobiernos. Entonces llegó Chernóbil. Con la opinión pública en contra y los precios del petróleo en niveles muy bajos, el negocio nuclear dejó de crecer.
No obstante, la opción nuclear se convirtió para otros países en el camino hacia cierta independencia energética. El embargo del petróleo de los países árabes en 1973 demostró que el resto de los productores mundiales no podían absorber la demanda, y fue el detonante para que Francia apostara con fuerza por el átomo hasta convertirse en el segundo productor mundial.
Un 80% de su electricidad es nuclear. “No tenemos petróleo, no tenemos gas, no tenemos carbón, no tenemos elección”, fue y es la respuesta francesa al problema.
Japón, dependiente del petróleo para su electricidad, vio como su economía casi se paralizaba durante la crisis del 73. Desde entonces ha apuntalado su seguridad energética con el carbón y, sobre todo, sus centrales nucleares, ocupando el tercer lugar tras EEUU y Francia. La energía nuclear supone un tercio de su producción eléctrica. Aunque sigue dependiendo del exterior, Japón puede importar el uranio de lugares como Australia o Brasil, mucho más tranquilos que el inflamable Oriente Medio.
La gallina y el huevo
La expansión de los programas nucleares hasta principios de los años 90 va de la mano con el crecimiento de la oposición contra esta energía. Las primeras protestas se produjeron en Alemania en los 70, y llegaron a paralizar la construcción de la central de Wyhl.
Las manifestaciones se extendieron pronto a EEUU y Francia, y de allí al resto de los países con programa nuclear. El accidente de Three Mile Island, la catástrofe de Chernóbil y las explosiones de Fukushima avivan un movimiento ciudadano, descoordinado pero omnipresente, que los políticos no pueden pasar por alto. Ya no solo es la tecnología o el dinero. También son los votos.
La caída en desgracia de la energía nuclear vino acompañada de la entrada en escena del gas. Las centrales de ciclo combinado, que queman gas natural, son más pequeñas, más eficientes y contaminan menos que las centrales térmicas de carbón o diesel.
La rebaja en los costes trajo consigo una auténtica fiebre mundial de construcción de este tipo de centrales, y la posibilidad de desregular el mercado eléctrico. Con centrales de gas más baratas, nuevas empresas podían acceder a un mercado que antes solo era rentable para los grandes.
Este idilio con el gas también llegó a su fin. Pese a todas sus bondades, las centrales de ciclo combinado siguen produciendo CO2 y por tanto, contribuyen al efecto invernadero y el calentamiento global.
Con los objetivos de Kyoto encima, si se añade el coste de la captura de carbono a la producción, el precio final ya no es tan atractivo. Además, el precio del gas natural está indexado al del petróleo. Cuando el barril de crudo superó los 100 dólares en 2008, tras veinte años de parada, se empezó a hablar del renacimiento nuclear.
Tanto Francia como Finlandia comenzaron a construir nuevos reactores. Con una demanda creciente, y ahogada por la polución de sus centrales de carbón, China emprendió la construcción de 20 nuevos reactores. Corea del Sur, India y Rusia se apuntaron, y en EEUU se multiplicaron las solicitudes de licencias.
También se prodjeron avances tecnológicos. La compañía francesa Areva comenzó la construcción del un reactor de generación III+ en Finlandia. Este reactor dispone de cuatro sistemas de enfriamiento redundantes, un diseño que evita las fugas y es capaz de resistir el impacto de un avión.
Por otro lado, en Sudáfrica se construye un nuevo reactor de “lecho de guijarros” (pebble bed), más pequeño y con menores costes, y donde el uranio se encapsula de modo que no se puede fundir, incluso aunque falle la refrigeración. En la actualidad el proyecto de FInlandia arrastra retrasos y sobrecostes, y el de Sudáfrica está sin terminar.
Pero estos son avances menores frente a las promesas de la generación IV. Reactores que generan residuos de baja actividad, capaces de extraer 100 veces más energía, con seguridad pasiva, que detiene la reacción sin necesidad de intervención humana, y lo más importante, que pueden funcionar consumiendo los propios residuos nucleares como combustible.
Por desgracia, estos reactores no se han construido todavía. Hace apenas dos años se esperaba disponer de centrales con esta tecnología en 2030. Tras el accidente de Fukushima, es previsible que políticos e inversores renieguen de todo lo nuclear.
Los detractores de la energía nuclear sostienen que los nuevos reactores son una quimera, ya que pasan los años y no se producen avances. Pero tras décadas sin fondos suficientes para investigación y el desarrollo, los avances son difíciles. Atrapados en este círculo vicioso puede que no lleguemos a saber si la energía nuclear segura y limpia es posible.
Costes de electricidad por fuente
$/MWh
Carbón 100,4
Carbón + CCS 129,3
Gas 139,5
Gas Ciclo Combinado 79,3
Gas Ciclo Combinado + CCS 113,3
Nuclear 119
Eólica 149,3
Solar térmica 256,6
Geotermal 115,7
Biomasa 111
Hidroeléctrica 119,9
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