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domingo, 11 de septiembre de 2011

Diez años que cambiaron el mundo


Tal día como hoy, hace diez años, EE. UU. todavía dictaba las reglas del mundo: administraba plácidamente las rentas de su victoria en la guerra fría y, aunque la economía del planeta se deslizaba ya hacia Oriente, la hegemonía norteamericana era aplastante. Salvo alguna excepción, como la del historiador Paul Kennedy, los analistas creían estar ante la reencarnación de la antigua Roma y hablaban de un «momento unipolar» destinado a perdurar. Tan solo diez años después, el mundo no se reconoce en ese dibujo. Nos dirigimos o, mejor dicho, estamos inmersos ya en un mundo multipolar o interpolar, según los autores, en el que EE. UU. aún conserva su primacía militar y económica, pero no tiene la fuerza relativa suficiente para imponer su voluntad de forma unilateral a los demás. Problemas internos como su astronómico endeudamiento, la debilidad de su crecimiento y una desmesurada polarización política están consiguiendo que ceda terreno ante el empuje de potencias en alza como China o la India.

Nadie se atreve a situar el origen de un cambio tan vertiginoso en los atentados de Al Qaida que diez años atrás costaron la vida a 3.000 personas, redujeron a cenizas y humo las torres que mejor simbolizaban el poderío norteamericano y arrebataron al país la creencia de que era invulnerable. En la montaña de reflexiones que han visto la luz estos días con motivo de la efeméride empieza a relativizarse la importancia de la tragedia en perspectiva histórica ya que, sin salir de la década, se produjeron movimientos tectónicos de mayor alcance como el ascenso de Asia, la primavera árabe, el cataclismo financiero del 2008 o la aparición de las redes sociales.
Sí puede observarse, en cambio, una tendencia creciente a señalar que el tipo de respuesta que dio la Administración Bush a los ataques, la denominada guerra contra el terror, un concepto nacido de la convicción de que la estrategia más eficaz para derrotar al terrorismo islámico era de tipo militar, pudo haber contribuido a precipitar y acelerar el retroceso del coloso norteamericano. La esencia del argumento es que, cegado por el traumatismo, Estados Unidos se dejó arrastrar al terreno que le señalaba Bin Laden y acabó pagando por eliminarlo un precio desorbitado que ahora le pasa factura menoscabando su liderazgo.

Distracción

Tres serían las razones que esgrimen los que promueven esta interpretación. La primera es que la guerra contra el terror empantanó a EE.?UU. en dos conflictos bélicos de larga duración que distrajeron su atención de fuerzas y fenómenos más relevantes que el terrorismo islámico, como los mencionados más arriba, o el despegue de América Latina.

Por otro lado, habría socavado su ventaja económica. El aumento de los gastos que exigieron las invasiones de Afganistán e Irak, los famosos tres billones de Stiglitz, no se financió con una mayor presión impositiva sino con crédito a bajos tipos de interés para que el despliegue de tropas no perjudicase el recorte de impuestos que llevaba Bush en su programa electoral. A la postre, la ecuación desbarató la relación entre ahorro, inversión y consumo y descalabró el equilibrio de las cuentas, comiéndose el superávit fiscal que había dejado Clinton y disparando el déficit que ahora ahoga una salida más rápida de la crisis.

La apuesta por la seguridad, sostienen además voces autorizadas como el ya citado Paul Kennedy o el profesor Michael Mandelbaum, postergó a un plano bastante irrelevante prioridades para asegurar la competitividad estadounidense como las infraestructuras, la educación y la investigación.

Por último, tal como se ejecutó, la cruzada contra Al Qaida erosionó el denominado poder blando norteamericano, una imagen de marca basada en la supuesta superioridad moral de sus valores democráticos. Se autorizaron actuaciones como la reclusión de sospechosos sin garantías procesales, la creación de limbos jurídicos como el penal de Guantánamo o las cárceles secretas de la CIA, el empleo de la tortura y la realización de escuchas ilegales que, en conjunto, supusieron un paso atrás cualitativo en materia de derechos civiles y desposeyeron a EE. UU. de la auctoritas para dar lecciones en materia de derechos humanos.
En retirada

Es innegable que la guerra contra el terror logró su objetivo: Al Qaida no ha vuelto a esparcir el espanto a gran escala en suelo norteamericano, no porque no lo intentase, sino porque se vio sometida a un acoso en su propio terreno que desmanteló su capacidad operativa. Hoy es una organización en retirada. Obviamente no ha perdido la capacidad de matar, pero con su máximo líder en el fondo del Índico, golpeada un día sí y otro también en su refugio pakistaní, con sus mesnadas dispersas en Somalia, Yemen o el desierto del Sahel, y su ideología yihadista desautorizada por el signo pacifista de las revoluciones árabes, ha perdido la condición de amenaza global.

Reconocerlo no está reñido con la creencia de que ese mismo objetivo se hubiese podido alcanzar por medios menos onerosos. Con la impresión ya extendida de que se habría podido lograr antes y sin un tributo tan elevado en vidas humanas, si no se hubiese abierto el frente de Irak por motivos que no tenían que ver con Bin Laden, crece la de que EE. UU. perdió la década. Quizá, se piensa, no se hallaría en una situación tan menesterosa, asfixiado por las deudas y condenado a verse sobrepasado tan pronto, si hubiese actuado de otro modo.

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