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miércoles, 23 de noviembre de 2011

La protesta continúa en Egipto pese al pacto entre islamistas y militares



La plaza de Tahrir es territorio revolucionario, en sus alrededores se libran terribles batallas campales y los hospitales improvisados rebosan de heridos. Desde Tahrir, en el centro de El Cairo, la situación parece idéntica a la que en febrero forzó la dimisión de Hosni Mubarak. Desde fuera, sin embargo, las cosas se ven distintas. El Consejo militar que gobierna Egipto y los Hermanos Musulmanes, el partido más potente y organizado, han establecido una alianza tácita para que, pese a la violencia, se celebren elecciones a partir del próximo lunes y para que el país se adentre en una nueva fase.

Los manifestantes de Tahrir exigen que el mariscal Mohamed Tantaui se vaya (el grito constante en la plaza es “fuera, fuera, fuera”) y que el Ejército entregue el poder a un Gobierno civil de unidad nacional. En eso están de acuerdo. Las elecciones, en cambio, son tema de debate. Unos quieren posponer las parlamentarias, cuyo inicio está previsto para el lunes y cuyo complejo mecanismo debería desarrollarse hasta enero, otros exigen que se anticipen las presidenciales, y hay quien no quiere hablar de elecciones porque considera que conducirán a una reedición de la dictadura.

Frente a la rabia de Tahrir, donde se considera que la revolución fue secuestrada desde el mismo momento en que cayó Mubarak, en el ánimo de muchos egipcios pesan el desánimo y la fatiga. Diez meses después del 25 de enero, fecha de la manifestación con que comenzó el proceso, pocas cosas han cambiado. A la pobreza, la brutalidad policial y la ineficacia burocrática se han sumado, sin embargo, la incertidumbre, la caída del turismo y el desorden público. “Que ocurra algo, que ocurra ya y que nos dejen respirar”, decía Sidi Sabah, un zapatero de Zamalek. En esa zona de El Cairo, como en la mayor parte de la ciudad, el ambiente hoy era de normalidad.

Quienes más confianza tienen en el futuro son los Hermanos Musulmanes y sus simpatizantes, muy numerosos en Egipto. Los islamistas se sienten ya ganadores de las elecciones y no quieren ni aplazamientos ni sorpresas. Si para dominar el proceso constituyente deben aliarse con los militares y soportar su tutela durante un tiempo, están dispuestos a hacerlo. Lo único que temen es que un quiebro del destino, tal vez una prolongación indefinida de la dictadura militar justificada por el caos callejero (hay quien intuye la mano de agentes infiltrados tras el caos), les prive de convertirse en la fuerza hegemónica.

Los Hermanos Musulmanes se ven obligados a desempeñarse de forma ambigua. Bendicen el retorno a Tahrir, pero no participan en él; critican la supervivencia del régimen mubarakista, ahora representado por la cúpula militar y por los miles de miembros del régimen que acuden a las elecciones como candidatos liberales o independientes, pero se declaran dispuestos a pactar; lamentan la brutalidad policial, pero no comparten los objetivos de los manifestantes.
La incógnita del Ejército

Dentro del creciente caos, la mayor incógnita afecta a los militares. El mariscal Tantaui y el resto de los generales simularon ser neutrales en enero y febrero, y los egipcios decidieron creerse la patraña. Ese juego, ahora, resulta grotesco. En su discurso de ayer, vago y temeroso, Tantaui volvió a esconderse tras una presunta inocencia del Ejército. La población, tanto la que protesta como la que tiende a la resignación, sabe perfectamente que es él quien da las órdenes. Aunque las elecciones presidenciales se celebren en julio del año próximo y acto seguido el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas ceda el poder, como prometió Tantaui ayer, cuesta imaginar que se sostenga hasta entonces el fantasmagórico montaje que se improvisó en febrero para cubrir el vacío de Mubarak. El Gobierno civil de técnicos ha dimitido y no parece probable que pueda formarse un Gobierno provisional más o menos capaz y a la vez dispuesto a someterse en todo a los militares.

Ninguna perspectiva induce al optimismo. La multitud de Tahrir exhibe una furia que puede hacerse crónica, convirtiendo la violencia urbana en algo cotidiano. Y la policía fomenta la furia. Ambos bandos, manifestantes y antidisturbios, se agreden con todo lo que pueden en la calle Mohamed Mahmud, acceso a la sede del Ministerio del Interior. Pero frente a las piedras y los cócteles molotov que lanzan los jóvenes, los antidisturbios disparan un gas lacrimógeno inusualmente potente (ya ha causado muertos por asfixia), balas de goma y cartuchos de perdigones, y cuando se hacen con un manifestante lo apalean con un ensañamiento atroz. Quienes sufren uno de esos encuentros con los policías vuelven en cuanto pueden a la carga, vendados, cojos, ensangrentados, con un claro ánimo de venganza.

Tanto la Comisión de Derechos Humanos de la ONU como Amnistía Internacional han condenado la actuación de las fuerzas de seguridad egipcias. Los ánimos arden. Los recuentos de víctimas mortales en los cinco últimos días oscilan entre 33 y 38, aunque numerosos médicos estiman que la cifra real es más elevada y sólo se conocerá cuando amaine la violencia. Lo cual no parece inminente.

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