Rusia, con la inestimable colaboración de China, se ha propuesto aplacar a toda costa los tambores de guerra en Siria e Irán. No es que le vaya la vida en ello, pero casi. Lo que está en juego es su influencia en Oriente Medio, como contrapeso a Occidente. Si los rusos perdieran esta batalla, pueden ir olvidándose de su vitola de potencia mundial, independientemente de su arsenal nuclear. Tras las derrotas diplomáticas en Irak y Libia, un revés más sería mortal de necesidad.
Vladímir Putin regresará al Kremlin en cuestión de meses y se acabaron las medias tintas de antaño en política exterior. Rusia no puede permitirse perder a dos socios como los sirios e iraníes, con los que tiene lucrativos contratos nucleares y de armas. El famoso "reset" (reinicio) con Estados Unidos ya cumplió su papel y ahora iniciamos una nueva fase en las relaciones entre Rusia y Occidente, en la que Moscú, es decir Putin, ya no será tan comprensivo con los caprichos estratégicos de Washington y Bruselas.
El actual presidente, Dmitri Medvédev, decidió no vetar la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU contra Libia, y Occidente lo aprovechó para derrocar al dictador, Muamar el Gadafi. Putin no tardó en tachar ese documento de nueva cruzada occidental. Y es que es así como el líder ruso ve a las potencias occidentales, como cruzados dispuestos a cambiar a su antojo regímenes autoritarios por la fuerza de las armas.
Putin dice que Rusia no quiere convertirse en un nuevo gendarme mundial, pero es que tampoco puede. El país heredero de la URSS intenta recuperar los lazos que el Estado comunista mantenía con Damasco y Teherán para hacer negocios e incrementar su influencia en la región. Por ello, ha lanzado una activa campaña diplomática para abortar cualquier especulación sobre una posible operación militar contra la teocracia iraní o el régimen policial de Bachar al Asad.
Rusia no escatimó críticas contra el último informe del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), en especial contra su director, el japonés Yukiya Amano. La Cancillería rusa tiró a matar al comparar el documento con las afirmaciones en 2002 y 2003 de que Irak poseía armas de destrucción masiva, suposiciones que legitimaron la invasión y el derrocamiento de Sadam Husein. Moscú habla de "malabarismos verbales" por parte del OIEA para que la comunidad internacional se convenza de que el programa nuclear iraní "tiene un componente militar".
Además, y aquí entró en juego el propio Medvédev, criticó duramente las afirmaciones de Israel sobre un posible ataque contra Irán, que desembocaría en una catástrofe en Oriente Medio. Y, por si fuera poco, Rusia asegura que rechazará cualquier resolución que incluya nuevas sanciones internacionales contra Teherán, en lo que forma un frente inexpugnable con China.
Mientras, el Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa, Kiril, viajó esta semana a Siria en "viaje de pacificación" para reunirse con representantes de todos los grupos de la sociedad siria y lograr la reinstauración de la estabilidad en el país árabe. Rusia incluso se ha ofrecido a acoger posibles negociaciones entre el régimen de Asad y la oposición. A diferencia de Irán, el Kremlin sí ha pedido reformas democráticas a Damasco, pero también ha arremetido contra la oposición por recurrir a métodos violentos contra las fuerzas de seguridad.
Por lo visto, Rusia parece decidida a defender hasta el final a los regímenes sirio e iraní denostados por Occidente. Para ello, cuenta con el veto en la ONU y con la posibilidad de negarse a cooperar con EEUU y la OTAN en Afganistán y en materia de defensa antimisiles.
Éstas son las nuevas líneas rojas de la diplomacia rusa, de las que dependen las buenas relaciones entre Moscú y Occidente. Si Irán cayera en manos occidentales, Estados Unidos y la Unión Europea podrían encontrar una salida ideal para los hidrocarburos del Caspio, de forma que Rusia perdería la posición de ventaja de la que dispone como mayor exportador mundial. En el caso de Siria, si Washington lograra colocar a un Gobierno aliado en Damasco, Oriente Medio se convertiría en su coto privado y Moscú tendría que renunciar a la construcción de una base naval en sus costas. En ambos casos, Rusia se juega su futuro.
El peligro para los rusos es que no es la primera vez que las dictaduras tercermundistas a las que apoya le dan después la espalda, ya que se trata de regímenes imprevisibles. Por lo que parece, Putin ve la política exterior desde el prisma chino, es decir, se guía por el puro interés económico, al margen de cualquier consideración democrática o de defensa de los derechos humanos.
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