Global Research
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Un segundo Hiroshima está teniendo lugar con las fusiones nucleares parciales en los reactores nucleares de Fukushima 1. Solo podemos esperar que el número de víctimas no se aproxime ni remotamente al de la primera catástrofe atómica del mundo.
La comunidad internacional se pregunta ahora: ¿Cuándo será el próximo Nagasaki?
¿En EE.UU. con sus 23 envejecidos reactores de diseño idéntico al de los reactores GE Mark 1 de Fukushima, junto a una docena más de diseño ligeramente modificado?
¿En Francia, el país más dependiente de la energía nuclear?
Probablemente no en Alemania o en Venezuela, que están reduciendo sus programas nucleares, ni en Gran Bretaña el líder mundial de la conversión energética eólica mar adentro. Ni incluso en China, un modelo de energía solar que ahora reduce sus planes de nuevas plantas nucleares.
Mucha gente también se pregunta: ¿Cómo es posible que la única nación que ha vivido bombardeos atómicos haya confiado tanto en la energía nuclear? La respuesta es al mismo tiempo simple y complicada. En la economía moderna, la energía para mover las máquinas está entrelazada con la seguridad nacional, la política exterior y la guerra.
Progreso basado en el uranio
La Segunda Guerra Mundial fue en esencia una competencia por combustibles fósiles. Japón, hambriento de energía, invadió a China por su carbón y a Indonesia por sus reservas de petróleo. Las guerras relámpago de la Alemania nazi apuntaban a los campos petroleros de Rumania, Libia y la región del Mar Caspio. EE.UU. y Gran Bretaña combatieron contra las Potencias del Eje para retener su control sobre el combustible fósil del mundo y siguen haciendo lo mismo en conflictos con naciones de la OPEP y para controlar Asia Central y la plataforma continental del Este de Asia.
Para impedir la recurrencia de otra Guerra del Pacífico, Washington trató de apartar al Japón de la posguerra de su dependencia del carbón y del petróleo. Cuando la industria japonesa resurgía en la época de los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964, EE.UU. presionó a Japón para que adoptara la “segura y limpia” energía del futuro: la energía nuclear.
General Electric y Westinghouse se encargaron enseguida de instalar una red de plantas de energía nuclear en toda la nación isla, mientras se añadía Japón en la lista del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) lanzado por EE.UU., y en el Tratado de No Proliferación.
A diferencia de recursos de combustible más antiguos, la energía nuclear era el único derecho de propiedad de EE.UU., que no sólo dominaba la minería del uranio sino también la producción de boro, el mineral absorbente de neutrones necesario para reacciones nucleares controladas. Laboratorios estadounidenses, incluidos Los Alamos, Lawrence Livermore y Oakridge son las escuelas de posgrado de los físicos nucleares del mundo.
En el mismo período de embriagadora infatuación con la tecnología, la Feria del Mundo de Nueva York de 1964-65 fue un baile de graduación de un nuevo futuro “universal” más brillante basado en la división del átomo. El pabellón de General Electric se llamaba “País del Progreso” con un show multimedia que mostraba una “explosión de plasma” de fusión de plutonio para visitantes impresionados. Japón sirvió como modelo de ciudadanía y cooperación internacionales bajo el patrocinio del poder atómico estadounidense. La planta nuclear de Fukushima, diseñada por GE, fue conectada a la red en 1971.
El mito moderno de la energía nuclear segura fue alternativamente resistido y aceptado de malas ganas por el público japonés. En años más recientes, las antiguas percepciones negativas hacia el proveedor nuclear Tokyo Electric Power han cambiado. Un joven diseñador de gráfica computarizada en Tokio me dijo que su generación creció pensando: “TEPCO tiene un aura divina de infalibilidad y de poder mayor que el gobierno”. Mi experiencia como editor en la prensa japonesa revela que su imagen corporativa se promovió astutamente con comerciales “de lavado verde” que pretendían una falsa amistad hacia el medioambiente y con fuertes ingresos publicitarios para la televisión y los medios impresos.
Energía atómica en la Guerra Fría
La energía atómica no era nada nuevo para Japón. Durante la Segunda Guerra Mundial, los Aliados y el Eje compitieron por una nueva fuente exótica de energía, el uranio. Mientras el Proyecto Manhattan preparaba en secreto la bomba atómica en Nuevo México, Japón abrió minas de uranio en Konan, en el Norte de Corea, que es ahora la fuente del programa de energía nuclear de Pyongyang.
Después de la victoria aliada, la Unión Soviética apuntó a romper el monopolio nuclear estadounidense estableciendo un protectorado llamado República de Turkestán del Este en la provincia noroccidental de China de Xinjiang. Los ricos depósitos de uranio cerca de Burjin, en las laderas de las montañas Altai, suministraron el material fisible para el desarrollo de la capacidad nuclear soviética. Las minas apresuradamente excavadas por los soviéticos dejaron tras de sí la maldición de la enfermedad por radiación a los habitantes predominantemente uigures y kazajos étnicos así como a las comunidades río abajo en Kazajstán oriental. Científicos kazajos y chinos han realizado desde entonces proyectos de corrección, utilizando árboles recolectores de isótopos para limpiar la tierra irradiada.
Para impedir que los soviéticos acumularan un arsenal nuclear, el gobierno de Truman inició un programa de máximo secreto para controlar todo el suministro de uranio del mundo. La Operación Murray Hill se concentró en el sabotaje de las operaciones mineras en Altai. Douglas MacKiernan, que operaba bajo la cobertura de vicecónsul estadounidense en Urumchi, organizó un equipo clandestino de rusos anticomunistas y de guerrilleros kazajos para colocar bombas en las instalaciones mineras soviéticas. Obligado a huir hacia Lhasa, MacKiernan cayó muerto a tiros en un caso de identificación errónea por un guarda fronterizo tibetano y se le honra como el primer agente de la CIA muerto en acción.
Las operaciones globales encubiertas de la Operación Murray Hill son realizadas actualmente por el buró contra-proliferación de la CIA. Un vistazo a sus operaciones clandestinas aparece en Fair Game, el libro y película sobre Valerie Plame, la agente cuya identidad se reveló bajo el gobierno de Bush. Se han librado batallas abiertas y encubiertas contra enemigos nucleares en sitios tan alejados como Pakistán, Egipto, Libia, Argentina, Indonesia, Myanmar e Iraq así como los sospechosos habituales Irán y Corea del Norte.
Amenaza para el público estadounidense
Las fusiones nucleares parciales en Fukushima 1 colocan a Washington ante un dilema. Si las liberaciones elevadas de radiación hubieran ocurrido en Corea del Norte o Irán, Washington habría convocado sesiones del Consejo de Seguridad de la ONU, habría exigido inspecciones del OIEA y habría impuesto duras sanciones y posiblemente una intervención militar. Las fusiones nucleares, sin embargo, provienen de reactores diseñados en EE.UU. que operan según protocolos creados por EE.UU.
Por ello, el gobierno de Obama ha minimizado la gravedad del actual drama nuclear que afecta a su aliado japonés. En un tono defensivo poco convincente, el presidente estadounidense ha respaldado la energía nuclear como parte de “la mezcla energética” que apoya a la economía de EE.UU. Su posición pro nuclear es irracional e irresponsable, cuando países aliados más pequeños, entre ellos Gran Bretaña, Holanda y Alemania, hacen masivas inversiones en instalaciones eólicas mar adentro en el Mar del Norte para terminar con su dependencia de combustibles nucleares y fósiles.
La comunidad internacional es plenamente consciente de ese doble rasero político. EE.UU. aplaudió silenciosamente los ataques aéreos israelíes contra la planta Osirak de energía nuclear de Sadam Hussein en 1981, y desde entonces ha pedido sanciones cada vez más estrictas contra Teherán y Pyongyang. No obstante, Washington se niega a dar el ejemplo y resta importancia a los llamados de los ciudadanos de Hiroshima y Nagasaki por un desarme nuclear total. La campaña de EE.UU. por un monopolio atómico, o por lo menos la dominación nuclear, empuja a potencias más pequeñas hacia la obtención de una capacidad disuasiva. Esas naciones no constituyen un cierto “eje del mal”; sólo juegan al juego de la supervivencia según las reglas –no las palabras– fijadas por Washington.
En los futuros días y meses, los propios ciudadanos de EE.UU. se estremecerán de miedo ante la temida llegada de la contaminación radioactiva. Ahora se ha olvidado prácticamente el terrorismo cuando una amenaza mucho más amplia puede cubrir pronto los cielos estadounidenses de “mar a mar resplandeciente”. A menos que Washington se mueva rápido hacia el repudio de su propia adicción nuclear, el espectro de otro Nagasaki ensombrecerá el “país de los libres y hogar de los valientes”.
Yoichi Shimatsu es ex editor de The Japan Times Weekly
© Copyright Yoichi Shimatsu, Fourth Media (China), 2011
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