por Federico Roberti
A modo de continuación de un artículo sobre el financiamiento a los intelectuales europeos durante la Guerra Fría, publicado en este mismo sitio en 2003, Federico Roberti aborda el caso específico de los intelectuales italianos. Lejos de ser superfluo, este breve recorrido por la historia nos demuestra que no han cambiado las cosas y que los autores de moda no son a menudo otra cosa que mercenarios de la pluma.
En plena guerra fría, el gobierno de Estados Unidos dedicó grandes recursos a un programa secreto de propaganda cultural dirigido a Europa occidental, programa que la CIA aplicaba con extrema discreción. El acto fundamental de aquel programa fue la creación del Congress for Cultural Freedom (Congreso por la Libertad de la Cultura), organizado por el agente Michael Josselson entre 1950 y 1967 [1].
En su momento culminante, el Congreso tenía oficinas en 35 países (algunos de ellos fuera de Europa) y pagaba sueldos a varias decenas de intelectuales.
Publicaba además una veintena de prestigiosas revistas, organizaba exposiciones artísticas, conferencias internacionales de alto nivel y recompensaba a músicos y otros artistas con la entrega de premios y variados reconocimientos. Su misión consistía en alejar del marxismo a los intelectuales europeos y llevarlos a adoptar posiciones más compatibles con el american way of life, favoreciendo así los intereses estratégicos de la política exterior estadounidense.
Los libros de ciertos escritores europeos llegaron al mercado editorial en el marco de un programa explícitamente anticomunista. Entre esos libros se encontraban, en el caso de Italia, Pane e Vino (Pan y vino) de Ignacio Silone, quien hizo así –del brazo del gobierno estadounidense– su primera aparición pública. Lo cierto es que, durante su exilio en Suiza, Silone había estado en contacto con Allen Dulles, en aquel entonces jefe de los servicios secretos estadounidenses en Europa y posteriormente, después de la Segunda Guerra Mundial, inspirador de Radio Free Europe, creada también por la CIA bajo la fachada del National Committee for a Free Europe.
En octubre de 1944, Serafino Romualdi, agente de la OSS (Office of Strategic Services, antecesora de la CIA), fue enviado a la frontera franco-suiza con la misión de introducir clandestinamente a Silone en Italia. Silone, con Altiero Spinelli y Guido Piovene, representó a Italia en la conferencia de fundación del Congreso por la Libertad de la Cultura, celebrada en Berlín en 1950. Michael Josselson había logrado obtener para aquella conferencia un financiamiento de 50 000 dólares provenientes de los fondos del Plan Marshall. Invitados a aquella conferencia, los conocidos intelectuales franceses Jean-Paul Sartre y Albert Camus la denunciaron públicamente y se negaron a participar.
Al principio encontramos entre los presidentes honorarios del Congreso por la Libertad de la Cultura, junto a Bertrand Russell y el italiano Benedetto Croce, a todos filósofos adeptos de un naciente pensamiento euroatlántico. A los 80 años, Benedetto Croce era venerado en Italia como un noble padre del antifascismo, por haber desafiado abiertamente a Mussolini. En el momento del desembarco en Sicilia, fue seguramente un contacto útil para William Donovan, por entonces principal responsable de los servicios de inteligencia estadounidenses.
La sección italiana del Congreso por la Libertad de la Cultura, denominada Asociación Italiana por la Libertad de la Cultura, fue creada por Ignacio Silone a finales de 1951 y se convirtió en el centro de lanzamiento, esencialmente en el plano logístico y económico, de una federación de cerca de 100 grupos culturales, como la Unione Goliardica (Unión estudiantil) en las universidades, el Movimiento Federalista Europeo de Altiero Spinelli, los Centros de Acción Democrática, el movimiento Communitá de Adriano Olivetti y otros más.
La sección italiana del Congreso publicó la prestigiosa revistaTempo Presente, dirigida por el propio Silone y por Nicola Chiaromonte, y otras menos conocidas como Il Mondo, Il Ponte,Il Mulino y, más tarde, Nuovi Argomenti. Junto a laicos como Adriano Olivetti y Mario Pannunzio, el grupo dirigente incluía a Ferruccio Parri, el padre de la izquierda independiente. En posiciones menos visibles había políticos de procedencia accionista y liberal demócrata, como Ugo La Malfa.
Una de las oficinas del Congreso se hallaba en Roma, en el palacio Pecci-Blunt, donde Mimi, la dueña de la casa, organizaba uno de los salones más cerrados y concurridos de la capital. Muy cerca de allí, en el histórico palacio Caetano, que se haría tristemente célebre por haberse desarrollado al pie de sus ventanas el último acto del secuestro de Aldo Moro, se movía otra reina de los salones, la mecenas estadounidense vinculada al Congreso, Marguerite Chapin Caetano.
Esta última, con su revista Botteghe oscure, fue la promotora de unos cuantos nombres de la literatura y la poesía italianas del siglo 20. Su yerno, como por casualidad, era Sir Hubert Howard, ex oficial de los servicios secretos aliados, especializado en guerra sicológica, muy amigo del sobrino del presidente Roosevelt, el mismo Kermit Roosevelt que, primeramente en el seno de la OSS y más tarde reclutado por la CIA, fue uno de los más ardientes partidarios de la guerra sicológica.
Una de las más cercanas colaboradoras de Caetani era Elena Croce, hija del filosofo Benedetto Croce. El marido de Elena, Raimondo Craveri, agente de los servicios secretos de los partisanos, indicaba a la embajada estadounidense, después de la liberación, los políticos en los podía depositar su confianza.
Mientras tanto, Elena se dedicaba a seleccionar a los hombres del mundo de la cultura con los que valía la pena conversar.
Los invitados a la residencia de Elena Croce y Raimondo Craveri tenían la oportunidad de establecer allí los contactos más cosmopolitas que se pueda imaginar. Allí podían encontrarse lo mismo a Henry Kissinger que al futuro presidente de Fiat, Gianni Agnelli. Sobresalía entre todos el magnate de la finanza laica italiana y fundador de Mediabanca, don Raffaele Mattioli. Tanto confiaban los estadounidenses en el commandatore Mattioli que en 1944, aún antes del fin de la guerra, ya habían discutido con él los futuros programas de reconstrucción. Además de financiar abundantemente la cultura, don Raffaele Mattioli prestó una atención tan discreta como poco desinteresada al mismísimo PCI, con el que ya había establecido redes durante el Ventennio [2].
Resulta entonces que en Italia, además de la Logia P2 y del Gladio [3], existía también un anticomunismo muy tenaz, pero ilustrado, progresista y hasta de izquierda. La red del Congreso por la Libertad de la Cultura era su fachada pública o, si se quiere, presentable.
Los recursos para la propaganda cultural euroatlántica se obtenían de manera verdaderamente genial. A comienzos del Plan Marshall cada uno de los países que recibían fondos tenía que aportar una contribución depositando en su propio banco central una suma equivalente a la contribución estadounidense. Un acuerdo bilateral entre ese país y Estados Unidos permitía posteriormente que el 5% de aquella suma se convirtiera en propiedad estadounidense.
Precisamente aquella porción de los «fondos de contraparte» (unos 10 millones de dólares al año de un total de 200 millones) fue lo que se puso a la disposición de la CIA para permitirle concretar sus proyectos especiales.
Alrededor de 200 000 dólares provenientes de aquellos fondos, que habían sido esenciales en las elecciones italianas de 1948, se destinaron al financiamiento de los costos administrativos del Congreso por la Libertad de la Cultura en 1951.
Por ejemplo, la filial italiana recibía 1 000 dólares mensuales que se depositaban en la cuenta de Tristano Codignola, el dirigente de la casa editorial La Nuova Italia.
La libertad cultural costó bastante caro. En 17 años, la CIA inyectó al Congreso por la Libertad de la Cultura y los proyectos a él vinculados por lo menos 10 millones de dólares. Una característica de la estrategia de propaganda cultural fue la organización sistemática de una red de grupos privados «amigos» en un consorcio no oficial. Se trataba de una coalición de fundaciones filantrópicas, empresas y particulares que trabajaba en estrecha colaboración con la CIA proporcionando a esta última una fachada y canales de financiamiento para desarrollar sus programas secretos en territorio europeo. Al conservar su condición de instituciones privadas, aportaban el capital de riesgo para la guerra fría, algo parecido a lo que vienen haciendo desde hace algún tiempo las ONGs que gozan del apoyo de Occidente a través de casi todas las regiones del mundo.
El inspirador de aquel consorcio fue Allen Dulles, quien desde el mes de mayo de 1949 había dirigido precisamente la formación del National Committee for a Free Europe, iniciativa proveniente, sólo en apariencia, de un grupo de personalidades privadas estadounidenses, pero que en realidad era uno de los más ambiciosos proyectos de la CIA. «El Departamento de Estado se siente feliz de asistir a la formación de este grupo», anunció el secretario de Estado Dean Acheson. El objetivo de esa pública bendición era ocultar los verdaderos orígenes del Comité y su control absoluto por parte de la CIA, que lo financiaba en un 90%. Ironía del destino, una cláusula del acta fundacional excluía explícitamente de sus actividades el objetivo específico para el que fue creado: hacer propaganda política.
Dulles estaba muy consciente de que el éxito del Comité dependería de su capacidad para «parecer independiente del gobierno y representativo de las convicciones espontáneas de ciudadanos amantes de la libertad».
El National Committee podía jactarse de poseer un conjunto de miembros particularmente conocidos, hombres de negocios y abogados, diplomáticos y administradores del Plan Marshall, magnates de la prensa y directores de cine: desde Henry Ford III, presidente de General Motors, hasta la señora Culp Hobby, directora del MOMA; de C.D. Jackson, miembro de la dirección de Time-Life, a John Hugues, embajador ante la OTAN; de Cecil B. De Mille a Dwight Eisenhower.
Eran todos «gente al tanto», o sea que pertenecían al club de manera consciente. Desde el primer año de su creación, el Comité contaba más de 400 miembros y su balance se elevaba a casi 2 millones de dólares. Un balance aparte, de 10 millones, estaba dedicado a Radio Free Europe, que en pocos años contaría con 29 estaciones de radio y transmitiría en 16 idiomas, participando también en la transmisión de órdenes a la red de informantes del otro lado de la Cortina de Hierro.
El nombre de la sección encargada de recoger fondos para el National Committee era Crusade for Freedom y su vocero era un joven actor llamado… Ronald Reagan [4].
La utilización de fundaciones filantrópicas resultó ser el medio más eficaz para vehicular importantes sumas de dinero destinadas a los proyectos de la CIA sin que su origen alarmara a los destinatarios. En 1976 una comisión creada para investigar las actividades de los servicios secretos estadounidenses reportó los siguientes datos sobre la penetración de la CIA en las fundaciones: durante el periodo 1963-1966, 164 fundaciones distribuyeron 700 donaciones de más de 10 000 dólares; al menos 108 de esas donaciones provenían total o parcialmente de los fondos de la CIA.
Es más significativo aún el hecho que, durante el mismo periodo y en lo tocante a las actividades internacionales, casi la mitad de las sumas que prodigaban aquellas 164 fundaciones eran financiamiento de la CIA. Se pensaba que las fundaciones prestigiosas, como Ford [5], Rockefeller y Carnegie, garantizaban «la mejor y más creíble forma de financiamiento oculto». Esa técnica era particularmente oportuna para las organizaciones que contaban con una administración democrática, ya que estas tenían que ser capaces de tranquilizar a aquellos de sus propios miembros y colaboradores que ignoraban la realidad así como a los críticos hostiles en cuanto a la posibilidad de contar con formas de financiamiento privado, auténtico y respetable, según subrayaba en 1966 un estudio interno de la propia CIA.
Además, en el seno de la Fundación Ford se instituyó una unidad administrativa específicamente destinada a ocuparse de las relaciones con la CIA, unidad a la que había que consultar cada vez que la agencia quería utilizar la Fundación como cobertura o canal financiero en cualquier operación. Aquella unidad se componía de dos funcionarios y del propio presidente de la Fundación Ford, John McCloy, quien ya por entonces había sido secretario de Defensa y presidente, sucesivamente, del Banco Mundial y del Chase Manhattan Bank, propiedad de la familia Rockfeller y del Council on Foreign Relations [6], así como abogado de confianza de las Siete Hermanas [7]. Tan imponente currículum no necesita comentario.
Uno de los primeros dirigentes de la CIA en aportar su apoyo al Congreso por la Libertad de la Cultura fue Frank Lindsay, veterano de la OSS, quien ya en 1977 había escrito uno de los primeros informes internos recomendando la creación en Estados Unidos de una fuerza secreta para la guerra fría. Durante los años comprendidos entre 1949 y 1951, como director adjunto del Office of Policy Coordination (OPC), departamento especial creado dentro de la CIA para ocuparse de las operaciones secretas, Lidnsay se convirtió en responsable del entrenamiento de los grupos Stay Behind en Europa, más conocidos en Italia bajo el nombre de Gladio [8]. En 1953, Lindsay pasó a la Fundación Ford, sin perder por ello sus estrechos contactos con sus ex colegas de los servicios de inteligencia.
En 1953, cuando Cecil B. De Mille aceptó convertirse en consejero especial del gobierno estadounidense en materia de cine en el Motion Picture Service (MPS), el conocido cineasta se presentó en la oficina de C.D. Douglas, quien más tarde escribiría: «Está completamente de nuestra parte y (…) está muy consciente del poder que las películas americanas tienen en el extranjero. Tiene una teoría, que comparto plenamente, según la cual la utilización más eficaz de las películas americanas no se obtiene con el proyecto de una película completa que aborde un problema determinado sino más bien con la introducción en una obra «normal» de un fragmento de dialogo apropiado, de una respuesta ingeniosa, una inflexión de la voz, un movimiento de los ojos. Me dijo que cada vez que yo ponga en sus manos un tema simple para un país o una región determinada, él encontrará la manera de tratarlo y de introducirlo en una película».
El Motion Picture Service, inundado de financiamientos gubernamentales al extremo de convertirse en una verdadera empresa de producción cinematográfica, daba trabajo a realizadores-productores, que eran examinados de antemano y a los que se les asignaba trabajo sobre películas que promovían objetivos de Estados Unidos y que debían llegar a un público al que había que influenciar a través del cine. El MPS aconsejaba a los organismos secretos sobre las películas más apropiadas para su distribución en el mercado internacional.
Se ocupaba además de la participación estadounidense en los diversos festivales que se desarrollaban en el extranjero y trabaja celosamente para excluir a los productores estadounidenses y películas que no apoyaban la política exterior del país.
El principal grupo de presión a favor de la idea de una Europa estrechamente aliada a Estados Unidos era el Movimiento Europeo, que fungía como cúpula de numerosas organizaciones y servía de fachada a una serie de actividades destinadas a la integración política, militar y cultural.
Bajo la dirección de Winston Churchill en Gran Bretaña, Paul-Henri Spaak en Francia y Altiero Spinelli en Italia, el movimiento se encontraba bajo estrecha vigilancia de la CIA a través de una fachada designada como American Committee on United Europe [9].
La rama cultural del Movimiento Europeo era el Centro Europeo de Cultura, dirigido por el escritor Denis de Rougemont. Se estableció un amplio programa de becas destinadas a asociaciones estudiantiles y de jóvenes, como la European Youth Campaign, punta de lanza de una propaganda concebida para neutralizar los movimientos políticos de izquierda. En cuanto a los liberales internacionalistas que se atrevían a abogar por una Europa unida según sus propios principios y no conforme a los intereses estratégicos estadounidenses, no se les trataba mejor que a los neutralistas, o sea como portadores de una herejía que había que destruir.
En 1962, la notoriedad del Congreso por la Libertad de la Cultura dio lugar a algo que no tenía nada que ver con los objetivos que buscaban sus inspiradores. En el programa televisivo de la BBC «That Was The Week That Was», el Congreso fue objeto de una certera y brillante parodia de Kenneth Tynan. Comenzaba con la siguiente presentación: «Es el momento de la noticias de la Guerra Fría en la cultura». Se mostraba entonces un mapa que representaba el bloque cultural soviético, en el que se señalaba con un pequeño círculo cada posición cultural estratégica: bases teatrales, centros de producción cinematográfica, compañías de danza para la producción de misiles «balletísticos» intercontinentales, casas de edición que disparaban enormes andanadas de clásicos a millones de personas sometidas a la lectura, todo lo cual permitía observar un adoctrinamiento masivo en pleno desarrollo.
Venía después la pregunta final: ¿Tenemos nosotros, aquí en Occidente, una capacidad efectiva de respuesta?
La respuesta era afirmativa, tenemos al bondadoso Congreso por la Libertad de la Cultura, que se mantiene gracias al dinero estadounidense y que ha instalado cierta cantidad de bases de avanzada, en Europa y en el mundo, que funcionan como cabezas de playa para el lanzamiento de represalias culturales. Bases enmascaradas bajo nombres en clave como Encounter –la más conocida de las revistas apadrinadas por el Congreso–, abreviatura, según el presentador, de Encouterforce Strategy. Entraba entonces en escena un vocero del Congreso, con un paquete de revistas que representaban –según decía– una especie de OTAN cultural cuyo objetivo era el encasquillamiento cultural, o sea crear un muro de contención capaz de encerrar a los rojos.
La misión histórica consistía en lograr el liderazgo mundial sobre los lectores, pase lo que pase, aseguraba el vocero antes de señalar: «Nosotros en el Congreso sentimos que es nuestro deber mantener nuestras bases en estado de alerta roja, las 24 horas del día.»
Aguda e impecablemente documentada, la sátira fue causa de noches de insomnio para Michael Josselson, el organizador del Congreso.
Una cuestión bastante preocupante surgió en el verano de 1964. Durante una investigación parlamentaria, dirigida por Wright Patman, sobre las dispensas fiscales concedidas a las fundaciones privadas se descubrió una filtración de informaciones que identificaba a 8 de estas como fachadas de la CIA.
Aquellas fundaciones no eran más que buzones, que no representaban otra cosa que una simple dirección postal, y habían sido creadas por la CIA para recibir dinero que ella misma les hacia llegar, de forma aparentemente legal.
Cuando llegaba el dinero, las fundaciones hacían una donación a otra fundación ampliamente conocida debido a sus actividades legítimas. Estas últimas contribuciones eran debidamente registradas según las normas fiscales en vigor para el sector no lucrativo, mediante planillas designadas como 990-A.
La operación se efectuaba para terminar con la entrega del dinero a la organización que la CIA había designado como destinatario final.
Las informaciones que filtró la comisión Patman abrieron, al menos por un breve momento, una brecha en la sala de máquinas de los financiamientos secretos. Algunos periodistas particularmente curiosos, como los del semanario The Nation, lograron reunir algunos pedazos del rompecabezas preguntando si era legal que la CIA financiara, a través de aquellos métodos indirectos, diferentes congresos y conferencias dedicados a la «libertad cultural» o que algún órgano de prensa importante, apoyado por la CIA, ofreciera cuantiosas recompensas a escritores disidentes de Europa oriental.
Lo sorprendente (¿Realmente sorprendente?) fue que ni un solo periodista siguiera investigando posteriormente. La CIA llevó a cabo una severa revisión de sus técnicas de financiamiento, pero no creyó oportuno reconsiderar la utilización de las fundaciones privadas como vehículos para el financiamiento de las operaciones clandestinas. Al contrario, según la CIA, la verdadera lección de todo el escándalo provocado por la comisión Patman era que la cobertura que las fundaciones proporcionaban a la distribución de financiamientos debía utilizarse de manera más extensa y profesional, ante todo proporcionando fondos incluso para proyectos aplicados en el territorio mismo de Estados Unidos. A partir de aquel año, Michael Josselson trató de proteger a su criatura de las revelaciones. Pensó incluso cambiarle el nombre y llegó a cortar los vínculos económicos con la CIA reemplazándolos totalmente por un financiamiento de la Fundación Ford.
Pero aquello no hizo más que retrasar un final ya inevitable. El 13 de mayo de 1967 se desarrolló en París la asamblea general del Congreso por la Libertad de la Cultura que marcó en lo esencial el fin de aquella organización, aunque sus actividades siguieron languideciendo hasta finales de los años 1970.
Lo que en realidad sucedió fue, en abril de 1967, que la revista californiana Ramparts había publicado, a pesar de una campaña de difamación en su contra, una investigación sobre las operaciones secretas de la CIA en momentos en que la agencia había logrado averiguar que la revista estaba siguiendo la pista de las organizaciones que le servían de fachada.
Rápidamente, la prensa nacional se hizo eco de lo que había descubierto Ramparts y se produjo una ola de revelaciones, que también sacaron a la luz las fachadas [de la CIA] fuera de Estados Unidos, comenzando por el Congreso por la Libertad de la Cultura y sus publicaciones. Incluso antes de las denuncias de Ramparts, el senador Mansfield había solicitado una investigación parlamentaria sobre los financiamientos clandestinos de la CIA, solicitud a la que el presidente Lyndon Johnson respondió con la creación de comisión de sólo 3 miembros.
En su informe final, emitido el 29 de marzo de 1967, la comisión Katzenbach sancionaba a toda agencia federal que hubiese proporcionado en secreto ayuda o financiamiento, de manera directa o indirecta, a cualquier organización cultural pública o privada, sin propósitos lucrativos. El informe fijaba el 31 de diciembre de 1967 como fecha límite para la conclusión de todas las operaciones de financiamiento secreto de la CIA, dándole así la oportunidad de conceder cierto número de atribuciones finales de gran importancia (en el caso de Radio Free Europe, ese aporte le permitiría continuar sus transmisiones durante 2 años más).
En realidad, como se deduce de una circular interna emitida posteriormente –ya en 1976–, la CIA no prohibía las operaciones secretas con organizaciones comerciales estadounidenses ni el financiamiento secreto de organizaciones internacionales con sede en el extranjero. Más que representar una nueva concepción de los límites impuestos a las actividades secretas de los servicios de inteligencia, muchas de las restricciones que se adoptaron como respuesta a los hechos de 1967 parecen ser más bien medidas de seguridad destinadas a impedir futuras revelaciones públicas que puedan poner en peligro las delicadas operaciones de la propia CIA.
¿Se hablará nuevamente de esto?
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Federico Roberti
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Los datos presentados en este artículo provienen esencialmente del libro de Frances Stonor Saunders titulado Who Paid the Piper?: CIA and the Cultural Cold War, 1999, Granta (La edición francesa se titula Qui mène la danse? La CIA et la guerre froide culturelle, 2003 editor francés Denoël).
Cet article a initialement été publié en italien par Eurasia - Rivista di studi geopolitici.
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